Sicalípticas, por Rafael Hortal

Paquita Alonso era sicalíptica, con esta palabra genuinamente española, se calificaba a principios del siglo XX, a las cupletistas pícaras y eróticas de Madrid. Toda mi vida ha estado rodeada de sicalipsis o picardía erótica. Soy zapatero y pintor, me llamo Javier Beltrán, nací en Córdoba en 1910. Con 15 años limpiaba el taller del pintor Julio Romero de Torres. Me atrajo su pintura desde el primer momento, sus modelos eran señoritas desde la clase alta a la más baja, pero siempre las pintaba empoderándolas, integrándolas en la sociedad con poses valientes. Recuerdo con cariño a María Teresa, que mucho más tarde fue la imagen del billete de 100 pesetas con el cuadro “La Fuensanta”. Cuando don Julio pintaba a mujeres desnudas me echaba del taller, pero me escondía en una caja a la que le hice un agujero para no perderme nada, allí pasaba horas admirando cómo el maestro preparaba los escenarios, las desnudaba, las maquillaba, adornaba, le indicaba la pose y pintaba. Un día, en plena faena, llegó un señor con una gran barba gris, que no paraba de estirala con la mano derecha.   

—Buenos días, Julio. No pretendo interrumpir. -dijo con un raro acento y pronunciación.

—En absoluto, Ramón. Te estoy muy agradecido por el prólogo que has escrito para el catálogo… y por supuesto de la defensa de mi obra en la prensa nacional.

El pintor le hizo una señal a la modelo para que permaneciera quieta y no se tapara. Estaba de pie, desnuda con los brazos levantados, sólo llevaba unos zapatos de flamenco y unas castañuelas.

—Sigue pintando, sólo he pasado un momento a saludarte… y a admirar tu arte. -dijo mientras observaba detalladamente a la modelo y no al cuadro.

—Esta morenaza es Paquita Alonso, una joven con mucho talento; bailarina de flamenco en un tablao de Madrid.

—Mucho gusto, señor —dijo Paquita con voz azorada.

—Es usted preciosa, podría ser la perdición de cualquier hombre.

—¡Ya lo creo! - rió Julio-. Don Ramón María del Valle-Inclán es un famoso dramaturgo, en una de sus obras escribió: “La mujer fatal es la que se ve una vez y se recuerda siempre. Nos deja vestigios en el cuerpo y en el alma. Hay hombres que se matan por ellas, otros se extravían” —recitó Julio.

—Bueno, tómeselo como un halago, señorita. Sus encantos no dejan a nadie indiferente… es muy bella. —Giró a su alrededor para contemplarla bien.

Así más o menos transcurrió la mañana, mientras seguía entumecido en la caja con hambre y sed. Si me descubrían perdería el trabajo, la oportunidad de aprender y, sobre todo, dejaría de ver a esas mujeres desnudas que marcarían toda mi vida. Afortunadamente “Pacheco” -así se llamaba el galgo del maestro- nunca me delató, porque permanecía recostado siempre a sus pies. Practicaba pintando a Paquita de memoria, conocía cada centímetro de su piel; sus curvas las tenía grabadas a fuego en mi cerebro. Sufría una excitación desmesurada mientras la pintaba en los trozos de papel que cogía del taller. Cuando murió don Julio me marché a Madrid a trabajar de zapatero, les hacía zapatos a las mujeres de los tablaos flamencos. En uno de ellos encontré a Paquita y le conté cómo la espiaba en el estudio del maestro mientras la pintaba desnuda. Hicimos amistad, paseábamos por el Retiro y me enseñó a leer; me dejó un libro de la colección La Novela Pasional: La que quiso ser maja, de la periodista Carmen de Burgos (Colombine), una mujer muy avanzada para su época. Paquita se sinceró contándome que a veces la contrataban para bailar desnuda en fiestas particulares de ricos y turistas. Le pedí por favor que me dejara ver una actuación, pero se negó.

—Pondría en peligro mi trabajo, pero puedo bailar para ti, si quieres. Iremos al tablao cuando no haya nadie.

—Sería el mejor regalo. Te pintaré mientras bailas. -mi cara pletórica le hizo sonreír. Me besó en el rostro.

Al día siguiente fuimos al tablao flamenco y subimos a una habitación en el primer piso. En el centro había un círculo de tablas; alrededor, sillas. Las paredes estaban decoradas con mantones de Manila, había una guitarra española sobre una silla. Paquita me pidió que no mirara mientras se preparaba. Chistó y giré la cabeza. Allí estaba desnuda, con los brazos en jarra y sus castañuelas, unas medias negras hasta los muslos y unos zapatos negros. Taconeó y giró lentamente haciendo sonar las castañuelas con una gracia que me dejó embobado. Saqué mi cuaderno de dibujo, pero apenas pude trazar unas líneas curvas, estaba absorto en su belleza, no sólo quería plasmar su figura, sino la esencia de su alma.

Paquita fue portada de la revista Muchas Gracias, lucía un gran mantón y parecía que no llevaba nada más de ropa debajo; eso habrían jurado los cientos de personas que compraron la revista, que aún conservo bien guardada. Tuvimos relaciones durante cuatro años, los mejores años de mi vida, hasta que llegó la maldita Guerra Civil en el 36. Tras los bombardeos de Madrid no la volví a ver más. La sigo pintando todos los días, me recreo con los recuerdos en soledad. Siempre la pinto desnuda, a veces tocando una guitarra, otras veces se abanica o toca las castañuelas, pero siempre me miran sus ojos negros, y su boca muestra su magnífica sonrisa. Como dijo Valle-Inclán: “Nada es como es, sino como se recuerda”.

Fotografía: Valle Inclán y Julio Romero de Torres. Durante el rodaje de la película muda “La malcasada” (1926). Calificada como “la película más insólita del cine español en toda su historia”. Fue la primera en plantear abiertamente el tema del divorcio en España. En el reparto figuran: María Banquer, Valle-Inclán, Julio Romero de Torres, Juan Belmonte, Millán-Astray, Ramón y Francisco Franco, Juan de la Cierva, Azorín, AlfonsoXIII y muchos más.