MINUETO Madrigal veneciano, por José Antonio Molina




Stefano Rama, secretario personal del cardenal Pietro Bembo, dejó con la suavidad de costumbre una carta sobre la mesa para la atención privada de su eminencia.


“No debería extrañarte, Pietro carísimo, recibir unas líneas como estas aunque vengan de quien un día te amó y arroparán muy pronto las sombras de la muerte. Durante años he estado tan cercana a ti como los poemas que tanta gloria te han dado por más que en realidad de mí nada sepas, ni recuerdes tan solo mi nombre. Joven y galante saliste con tu partida de caza siguiendo el río Sarca para solazarte entre bosques y montañas. Así nos encontramos a orillas del lago Benaco. Apartado de tu comitiva, tus caballos y tus perros de caza, te cruzaste conmigo cuando entre pastores acompañaba los rebaños a apagar su sed. Allá a los pies del monte Baldo portabas orgulloso los blasones de tu casa, la raza de los Bembo, sabios servidores de la Serenísima Venecia. Te ofrecí la sobria comida propia del zurrón de una pastora, pan, queso y las naranjas dulces que aún pocos conocen, cuando declinando el sol a gritos te llamaban tus compañeros y, tú divertido por la aventura y la perspectiva del amor, guardabas silencio y no contestabas. ¿Estabas ya forjando en tu mente aquellos famosos versos que celebraban el río Sarca enamorado de la ninfa del lago Benaco? Yo entonces te canté como en los poemas de antaño coplas de pastores y amores perdidos de damas encantadas que poblaban aquellos bosques y lagos. Tal fue el regalo de amante que te llevaste de nuestro encuentro sin una mirada, sin una palabra.


En tu veloz carrera por el mundo nada parecía poder equipararse a las fuerzas que se abrían paso en tu pecho, ni siquiera cuando, pocos años después, en franca concordia filial, en los pocos momentos de paz de los que gozó tu vida, hablabas con el sabio Bernardo, tu padre, a las plácidas sombras de altas plataneras, y él prestaba oídos atentos al relato de tus viajes cuando contemplaste el Etna tan de cerca, y describías con vivaces palabras los agrestes y desolados caminos, las cenizas y humos asfixiantes, el relieve a la vez eterno y sin embargo en perpetuo cambio del volcán. Pero ya entonces no me recordabas, ni reparabas que allí estaba como la honesta dama que había entrado al servicio de tu casa siguiéndote y solo por devoción a ti. Testigo de aquellos amables coloquios, te ofrecía agua fresca, los acompañaba con el tañido del laúd y nuevamente tendía para ti unos gajos de naranja como en aquella vez primera. 

Llamada por mi arte al servicio del castillo de Asolo asistí a aquellas veladas, en que tú también tomaste parte tan bella y noble, sobre los goces y las cuitas de Amor. Con mi laúd embellecí, discreta, más de una vez aquellos encuentros hasta que, por un breve instante, la noche anterior a tu partida, volviste tus ojos hacia mí y a solas entrambos escuchamos los cantos del ruiseñor. Aquello que tú con elegancia convertiste en palabras fijas y eternas, llamadas a la gloria inmortal, lo trasladaste a las páginas de un libro que dedicaste a Lucrecia Borgia, un alma igual a la tuya y a la que amaste, olvidando a la desconocida artista del laúd que te amaba a ti. 

Ya no volvimos a encontrarnos amado Pietro, tu devoción por las fuerzas de este mundo te convirtió en cardenal y príncipe de la Iglesia al servicio de Roma, ya hace tiempo que, envejecido, no cortas las rojas rosas del amor, antaño para ti tan favorable, y no te complace como antes ver el eterno laurel de los poetas. En la curia vuelves tus ojos envejecidos a las obras piadosas y piensas en la salvación de tu alma cansada de cardenal, pasas revista a los hechos de tu vida, a tus obras, a los servicios distinguidos; recuerdas los hombres ilustres que te acompañaron, pero en esos recuerdos no hay sitio para mi nombre jamás pronunciado por tus labios, porque tú solo amabas tu poesía, tu fama y la inmensa figura que de ti mismo dejabas para la posteridad. Quiero que sepas que mis dones y mi talento no fueron inferiores a los tuyos. Volverás, Pietro mi amado, a verme junto a un lago, pero será en la otra vida en cuyo umbral me hallo, y entonces quizá desees conocer mi nombre por el que nunca preguntaste, pues yo fui la luna que te besó con sus rayos de plata como si fueras un dormido Endimión, y los destellos de luz que te envolvieron toda tu vida de poeta no fueron sino parte de los míos propios. Adiós Pietro, aunque ahora cardenal por siempre poeta, sábete que yo frente a tu olvido tañí el laúd y canté también al amor que me inspiraste, eterno aliento del mundo”.


Su eminencia reverendísima Pietro Bembo plegó la carta con manos temblorosas, cerraba los ojos y trataba de recordar en vano un nombre o una cara. Apenas brotaban en su memoria el eco con que se extinguen los lejanos acordes del laúd en la habitación secreta de una dama y un suave aroma a naranja.




Mujer desconocida (La belle ferronière), Leonardo da Vinci







Comentarios

  1. Excederse en el elogio no es suceso feliz. Pero más vale ese ejercicio envuelto en la demasía, que permanecer callado ante la belleza. Sublime, amigo.

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