Vivir así es morir, por Mª Dolores Palazón Botella

 



Nunca pensó que lo que llaman nuevos tiempos fueran así. «Ni siquiera pensé en llegar a ellos», les dijo a los suyos al soplar las 97 velas que alumbraron la tarta encargada sin azúcar ni gluten, con leche desnatada y sin lactosa que gracias a la cera derretida sabia a algo. «Cómo le digo a mi nieta nutricionista que esto de la dieta sana me está matando», quiso atreverse a decir, «pero por una vez vamos a tener la fiesta en paz». Ese fue el preámbulo al regalo de rigor que esperaba creyendo saber de antemano lo que sería: «Calcetines o colonia, a estas edades nadie piensa en nada original». Pero lo cierto es que cuando su yerno apareció por el pasillo con un envoltorio alejado de las formas pensadas, dudó de si lo que se intuía sería real. «Una silla de ruedas», exclamó su hija, con una alegría que no hizo otra cosa que aumentar su desgana por semejante vehículo: «El coche de los viejos», como él lo llamaba, «tan autónomo como fuerza tenga el que empuja». Al ver el rictus de su cara ella se apresuró a quitar el papel de regalo que había puesto durante la noche con tanto esfuerzo, y le mostró sus fabulosas prestaciones: la calidad de sus materiales, la ergonomía de su diseño, su ligereza y otras mil bondades incapaces de darse en tan poca cosa. «Así ya podrás salir a la calle seguro», fue su frase estelar final. A lo que respondió: «Eso, a pasearme como a un perro». La discusión ya no se pudo evitar.

Que sí, que era verdad que llevaba dos años sin salir de casa, pero la culpa no era de él, sino de esa manía que le había dado a todo el mundo por ir sobre ruedas. En el pueblo motos y coches comenzaron a pulular cuando la gente emigró a Alemania y le dio por mostrar las bondades de sus trabajos de esa cara y ruidosa forma. Allí, donde no había ni señales ni calles concebidas para ellos, estuvo a punto de ser atropellado por primera vez. Entonces se juró que nunca se haría con uno de ellos. Y así estuvo en el pueblo toda su vida, sin necesitar de un vehículo propio. «Para lo urgente estaba Damián con su taxi y para lo demás el autobús que pasaba cada dos días». Como campesino el pasar del tiempo se contaba en estaciones, agua, horas de sol y heladas, no en kilómetros a la hora. 

Con los años y la viudez la hija dijo que no podía seguir viviendo allí donde su piel se había curtido y estaban todos sus recuerdos. «Ya verás lo bien que vas a estar». Y él se fue, no sin rechistar y oponerse, pero llega un momento en que las batallas se van perdiendo sin encarar la lucha. Así se vio viviendo en una ciudad entre las paredes de un minúsculo piso, cuyas dos ventanas con vistas al exterior daban a una calle que tenía más carriles que la única carretera del pueblo. Desde entonces el insomnio se coló en su vida y una perenne tos le obligó a renunciar a su cigarrillo negro diario. «Es malo», le dijo su nieta que se creía con criterio médico para quitarle todo lo que le gustaba. 

Al poco tiempo empezaron las obras del tranvía, motivo de distracción que le sirvió para conocer a otros ancianos del lugar. La idea no le entusiasmaba, pero pasaba, lo que no aprobó fue que a partir de su activación los semáforos regularan el tiempo en unos segundos que no le daban tiempo a cruzar la calle: «Toda la preferencia para los que van sobre ruedas». La cosa se complicó todavía más cuando a la gente le dio por usar la bicicleta y le quitaron un trozo de acera para hacerles un carril propio. «A este paso los peatones seremos una especie en extinción, vivir así es morir». La rotura de cadera coincidió con la eclosión de los patinetes eléctricos y cuando salió a la calle con su reluciente andador con ruedas no pudo superar el duelo con uno de ellos, volvió a caer y tras ello decidió no salir más a la calle. «No quiero ver nada con ruedas cerca de mí», dictó. 

Su familia había incumplido su deseo. La discusión acabó con él en urgencias. «Un infarto», dijo un médico que llevaba 72 horas de guardia. El entierro fue un par de días después y por falta de hombros tuvo que ser su féretro trasladado en un carro extensible. «Qué le digo si levantara la cabeza», pensó su hija. 





La ciudad impasible, fotografía de la autora

  

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