MINUETO. El féretro cerrado de Eugène Delacroix por José Antonio Molina

Charles Baudelarie aún se emocionaba al recordar al amigo fallecido. Había ido a Bruselas a pronunciar una conferencia sobre el arte de Delacroix y sus primeras palabras, después de los agradecimientos a los que obligaba la cortesía, salían de entre sus labios cargadas de pena y de dolor. No había imaginado que amigo tan querido y artista tan admirado por él, aquel pintor que escribía poesía con sus pinceles y que había abierto un camino inexplorado al estudio del color, había muerto, como por sorpresa, sin haber comunicado antes a nadie la verdadera gravedad de su estado. Los hombres como Delacroix, afirmaba el poeta compungido, son como titanes que contemplan el mundo desde una grandeza que les hace ser solitarios. De alguna manera murió como había vivido. Cercana ya la hora final, debió de haber actuado como aquellos animales que perciben los pasos de la muerte aproximándose, que cuando sienten la punzada del dolor, buscan el recóndito escondrijo de una cueva, o de una madrigu...