Rehenes, por María Dolores Palazón Botella





Comencemos dejando las cosas claras: este es un relato ficticio basado en hechos que pueden tener reflejos de realidad. Sus dos protagonistas, denominados caprichosamente uno y otro, no son personas con nombre y apellido, aunque pueda parecerlo. Teniendo en cuenta esta advertencia pueden leer el relato.


Uno estima que tiene la razón y eso es más que suficiente para caer en el pecadillo de la soberbia, falta que pronto seguro, sino lo ha sido ya, le será purgada por un leal servidor de su causa sin necesidad si quiera de pisar el confesonario ni golpearse el pecho con fervorosa fe durante el rezo del credo en la misa dominical. Su verdad es su único camino, de eso no tiene dudas, por eso la impone siempre. 

Otro busca ser el que manda y eso le basta para ceder una parte de su poder sin miramientos y haciendo pocos ascos, aunque eso le obligue a tragar sapos y culebras en algún momento, pero está más que demostrado que las indigestiones no privan del placer de seguir comiendo. Otro pecadillo, como el de antes, pero ahora de gula que tendrá el mismo recorrido que el de uno. Estar por encima de los contrarios, el enemigo, es su aspiración, su misión en esta vida, y por ello todo vale. 

Ambos, líderes de prometedores bandos que se jactan de no tener nada en común, cuando se necesitan se encuentran, lo que también ocurre entre sus opuestos, no nos engañemos. El interés no entiende de compañeros de viaje, solo busca su provecho. Ambos no quieren renunciar a nada: uno sabe que sin otro no será nada; otro sabe que uno lo necesita para comenzar su camino. Si quieren llegar a alguna parte deben comenzar a ceder, un verbo que ninguno de ellos sabe conjugar, pues los que se consideran triunfadores no lo necesitan. Ambos nacieron para destacar, son egoístas como les corresponde por ralea y derecho divino, por eso uno y otro buscan erigirse como el moderno salvador de todos los males de nuestro tiempo, pero son dos, y eso es un problema importante: cómo ser uno siendo dos. Solución rápida para no aparentar caer en la envidia por falta de protagonismo: haciendo trampas. Lo que viene siendo hacer como que se pacta con compromisos, que uno y otro piensan imponer y olvidar dependiendo de quién sea el párrafo que se escriba en un códice de disparates, que se aceptan porque las matemáticas dan, así de sencillo: los números son lo único que importa, la pereza no les suele dar para buscar más explicaciones a estos modernos avaros del poder. Bajo esta máxima los derechos se convierten en meras veleidades de una partida donde estos, según convenga al interés de uno y otro, se transmutan, modifican, alteran o adulteran sin miramientos, convirtiendo a la sociedad en rehén de unas ideas que se anteponen a principios consolidados y reconocidos. Uno y otro no tienen dudas: bien vale un gobierno a cambio de ello. 

Pero pronto surgen las complicaciones, uno y otro tienen diferencias, pasa hasta en las mejores familias, en las de conveniencia no podían faltar. Esto ocurre más de lo que quisieran cuando tratan cuestiones que vinculan en exclusiva al género femenino: uno no está nada de acuerdo con las normas vigentes y otro hace como que sí, pero también como que no. Al final, uno y otro solo consiguen hacer de sus afirmaciones un canto de ambigüedad que moderniza el dicho donde dije digo, digo Diego, que lo único que hace es estigmatizar y convertir a las mujeres en dobles rehenes de su forma de entender el poder y sus derechos. Les falta descargar sobre ellas el pecado de la lujuria en exclusividad, pero todo puede andarse hasta en las peores historias, pues no se les ha escapado a estos ágiles personajes que todos los pecados capitales son de género femenino y ellos han nacido para combatirlos, es lo único que calma su ira. 




El Bosco, los pecados capitales



 

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