MINUETO: La espadaña vacía, por José Antonio Molina
Siento devoción, debilidad diríamos, por la piedra muerta, mi incomprensible pasión necrófila se disfraza de manera algo más tolerable para la sociedad adoptando los ropajes prestados de académico y arqueólogo, pero cuando nadie mira, simplemente gozo contemplando aljibes, pozos, chozos y cualesquiera paredes aún en pie que encuentro al paso de caminos poco frecuentados. Hay una vieja ermita que me inspira compasión cuando la veo, simple cadáver ya, su piedra sólida y sus muros aún sustentan la techumbre; corona una roca al borde mismo de un saliente de piedra, y a sus pies hay una cueva cegada, entrada a una mina de yeso de la que unos pocos viejos guardan memoria.
De lejos aún parece grandiosa, cuesta poco trabajo imaginar su gracia el día que se levantó exenta sobre la piedra y no ahogada, como ahora, por pequeñas casas que han ido ocultando su imagen, envolviendo su perfil, estrangulándola. El tiempo se ha vengado de esta profanación y nadie vive en estos habitáculos ya, ventanas abiertas, puertas reventadas, hogares vacíos en los que quizá solo quede algún fantasma olvidado. La espadaña está en pie, todavía parece un dedo índice tocando la bóveda del cielo, aún es el punto místico de unión entre el llano, la montaña y el cielo. Pero hace tiempo que las puertas de la ermita están selladas. Sus paredes pétreas son como el exoesqueleto de una criatura muerta y abandonada, una criatura antediluviana.
La espadaña está vacía, las campanas debieron desalojarse el día que se cerró al culto, con ellas se evacuaron libros, registros, inventarios, exvotos, tallas. Las campanas desaparecidas acompañaron cada segundo la vida de las gentes del llano y la montaña, marcando la hora de la oración, tocando a gozo o luto, las campanas de las que, bien sabemos, no debemos jamás preguntar por quién doblan, pues siempre doblan por todos. También ellas conocieron su último día. La espadaña está huérfana y es igual que cantan los versos del poeta, como una calavera de cuencas vacías, una alegoría de la muerte que nos mira desde la montaña sobre la que un día se levantó la ermita de la roca. A veces, en las noches oscuras especialmente tranquilas y sin luna ni estrellas, en esas noches tan parecidas a la muerte en las que el tiempo y el viento se detienen, percibo el eco metálico emanado de unos ojos huecos que nos miran.
Fotografía: Ermita de San Pantaleón.
Fuente: https://asociacionarcera.wordpress.com/category/estelas-medievales/
Me has hecho ermitero, con tu estampa. La ruina guarda en silencio las glorias, que siempre fueron pasadas. ¡Ay de las glorias que perduran!
ResponderEliminarMaravilloso. Comparto ese gusto necrófilo por la piedra y las ruinas, que me cuentan historias y avivan mi curiosidad por el pasado, siempre presente.
ResponderEliminarQué bello texto, enhorabuena. Yo también pertenezco a ese club.
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