LOS SONIDOS Y EL TIEMPO. La Caballé, por Gabriel Lauret
Cuando, en el campo de la lírica, a una cantante se la conoce como la más su apellido, quiere decir que ha pasado de ser una cantante mundana a ser toda una leyenda de la ópera. Es un rango que roza la divinidad, por lo que son conocidas como divas, término hoy en día muy devaluado al aplicarse a casi cualquier cantante de música pop que se contonea en youtube. A ese nivel llegaron la Malibrán, la Callas o, indudablemente, la Caballé.
Montserrat Caballé en 2006. REUTERS / VÍCTOR FRAILE
Monserrat Caballé nació en Barcelona en 1933 en una familia modesta, tanto que llegó a dormir en la calle por problemas económicos. Estudió en el conservatorio del Liceo, junto al teatro al que estaría ligada durante toda su carrera. Allí tuvo una profesora húngara, Eugenia Kemeny, que la hizo estudiar exclusivamente la respiración durante ocho meses; la artista consideraba que sin esta preparación no hubiera podido desarrollar una carrera tan asombrosa.
En 1956 se trasladó a Basilea, en Suiza, donde comenzó en su teatro como segunda sustituta a la espera de una oportunidad, que por fin llegó con La Bohème de Puccini. Pocos años más tarde se trasladó a Bremen y allí consolidó uno de los puntales de su repertorio, las óperas de Richard Strauss, con personajes femeninos de enorme fuerza y personalidad como Arabella o Salomé. En 1965 ascendió definitivamente al firmamento operístico: nuevamente, una sustitución, esta vez en el Carnegie Hall de Nueva York, propicia la comparación de la crítica musical con las dos divas del momento, María Callas y Renata Tebaldi, tras una actuación memorable.
Durante tres décadas se mantendría en la cúspide de una carrera en la que mucha culpa tuvo la inteligencia de su agente, su hermano Carlos Caballé, que también lo fue de José Carreras y de Joan Pons, entre otros. También la tuvo el que fue su marido, el tenor aragonés Bernabé Martí, el Pinkerton de su vida, quien abandonó el canto por motivos de salud y se dedicó a cuidar a los hijos de la pareja durante sus interminables giras. Con un repertorio amplísimo de más de ochenta títulos, quizás sea Norma de Vincenzo Bellini el papel que más se ajustaba a sus espléndidas características vocales.
También hizo sus pinitos en otros géneros, sin duda su faceta más discutida, siendo quizás la más reseñable y sonada su colaboración con Freddy Mercury en Barcelona, canción que se convirtió en emblema de los juegos olímpicos de la ciudad. La influencia de Monserrat Caballé en la cultura popular es tan importante que su particular complexión física dio origen, junto a Pavarotti, al estereotipo actual de cantante de ópera, por más que la realidad sea diametralmente opuesta.
No todo fueron buenos momentos. Su templo, el teatro del Liceo de Barcelona, fue pasto de las llamas en 1994 y ahí estuvo Montserrat, pese a las fuertes discrepancias que mantenía por entonces con la entidad, cantando en sus ruinas, y ahí estuvo también cuando se reabrió al público cinco años mas tarde. Además, tuvo su particular bajada a los infiernos en forma de delito fiscal.
Tengo un recuerdo imborrable de la única oportunidad que tuve de acompañarla formando parte en aquel momento de la incipiente Orquesta Sinfónica de Murcia, en un concierto en la Navidad de 1996-97 dirigido por José Cervera-Collado. La Caballé llegó el día previo a la actuación con más de una hora de retraso. La expectación había ido in crescendo conforme pasaban los minutos. Nada más llegar y tras el protocolario espectáculo de vítores y abrazos, ofreció una clase magistral de experiencia: dio varias voces para probar la acústica y, no quedando contenta, se paseó por el escenario hasta que encontró el lugar idóneo y ordenó que toda la orquesta se desplazara más de un metro hacia el interior. Pocos músicos han entendido tan rápido la acústica, por otra parte excelente, del auditorio de Murcia. Pasa como con cualquier instrumento musical: hay que hacerse a ellos, por muy buenos que sean. El trabajo en los ensayos y en el concierto fue sorprendentemente sencillo; acompañar a un cantante no lo es, ni para directores ni para pianistas, pero era extraordinariamente inteligente, y hacía lo previsible y lo imprevisible de una manera superlativa. Por último, quiero destacar su infinita paciencia, recibiendo a los músicos que fuimos a conseguir un autógrafo o hacernos una foto, hablando con todos sin prisas y con total sencillez.
Ya en sus últimos años, emprendió una retirada pausada y prolongada, en la que acompañó en numerosas ocasiones a su hija, Monserrat Martí, una muy buena cantante, pero una cantante terrenal, después de todo.
Su muerte se produjo en 2018, en un ambiente enrarecido en el que las autoridades autonómicas catalanas no supieron estar a la altura de todo lo que supuso internacionalmente la cantante y todo lo que dio por su tierra. En todo caso, su muerte supuso su conversión definitiva en mito.
Comentarios
Publicar un comentario