Aire, por María Dolores Palazón Botella

 


 

Amaneció como es propio en los días importantes, con un tiempo desapacible marcado por el frío y un intenso viento que borró el calor inusual de un invierno extraño. A primera hora todo parecía igual, solo que más gris, con la gente encogida y un ambiente en tono grisáceo propiciado por los remolinos de una ciudad llena de polvo e inmundicia dejada donde primero se pilla. Eso evitó que se viera lo que a mediodía era ya un clamor.

A esas horas todo empezó a vislumbrarse, y eso que el ambiente era el mismo, solo que la gente comenzó a tomar conciencia de la situación, dijeron algunos, aunque los cronistas de ese día realmente optaron por ser menos finos y decir literalmente que la parroquia estaba más que cabreada. Y eso que era el primer día.

Pero todo les pilló de sorpresa, pues como lo que es anunciado a bombo y platillo gozó del desinterés. Nadie quiere que le digan qué hacer y cómo hacerlo, ni siquiera en caso de necesidad extrema. Todos estamos altamente cualificados para todo. Por eso, sin dudas, el efecto sorpresivo fue mayor y aumentó con las horas.

―Pero esto de qué va―. Fue lo primero que pensaron los que no se habían enterado, como los que habían decidido hacer oídos sordos.

―Porque ayer todo estaba como siempre y hoy está todo patas arriba―. Se dijeron los mismos, un grupo de anónimos reunidos por el azar de un tiempo de espera en un semáforo cuyo paso de peatones había pasado del blanco al amarillo en horas. Horas en las que un cuerpo de operarios uniformados como simples obreros rápidamente cortó vías, distribuyó vallas y cubos rojos y blancos para trazar nuevos itinerarios, mientras se rompían los anteriores con la ayuda de motopicos y excavadoras, convirtiendo en escombros lo que antes era su día a día para llevárselos en camiones.

No faltó quien diera una respuesta rápida y concreta.

―Es por el tema ese de la contaminación. Ya sabéis, que si el gasoil nos está matando y todo eso―. Dijo un espontáneo con aires de avispado.

―¿Y qué tiene eso que ver con las aceras? ―. Cuestionó quien claramente diferenciaba ente vehículos y peatones.

―Pues que hay que ampliarlas ―. Soltó una mujer con acento de otro país.

―¿Para qué?  ―Replicó el preguntón de antes.

―Las nuevas medidas obligan a establecer zonas de bajas emisiones en las ciudades, ello va a limitar el acceso de vehículos y lleva aparejado abordar nuevos espacios peatonales―. Expuso con convicción quien tenía apariencia de estudiante, al que miraron con cara pero de qué habla este.

―O sea, ―empezó a resumir un señor con traje―, que por culpa de los ecologistas me he quedado sin aparcamiento esta mañana, voy andando a todos lados hoy con el frío que hace, que ya podían haber empezado con el buen tiempo, y encima estamos aquí apretujados en un palmo porque han empezado por quitar las aceras para hacerlas mejor. Vamos, todo muy sensato.

―Si es que estos políticos no piensan―. Apuntó la mujer antes citada.

―Se van a hacer de oro con tanta comisión por obra―. Dijo un antiguo constructor en paro, de esos que no saben pensar en obras sin sumar la palabra comisión.

―Entonces, para que me aclare ―volvió a tomar la palabra el preguntón―, para solucionar un problema que solo ven unos cuantos nos van a fastidiar a todos, a los que van en coche y a los que vamos andando, ¿no?

―Eso parece, pero mira ―dijo el del traje―, lo mismo mientras revuelven el subsuelo de la ciudad encuentran un tesoro y nos sacan de pobres.

―No caerá esa breva ―pensó sin decir el antiguo constructor―, esto lo tienen ya muy removido.

―¿Pero no se dan cuenta?  Es por nuestro bien. Respiramos un aire viciado, es la causa de un gran número de muertes al año―. Concretó el estudiante, mientras resoplaba y se subía el volumen de sus cascos.

―Aire, ―le replicó la mujer―, la gente no se muere por respirar este aire sino por otras cosas.

―Efectivamente, ―se sumó una nueva señora que dijo ser propietaria de una tienda a la que habían rodeado de repente una maraña de vallas que obstaculizaban la visión de su escaparate y la entrada a su negocio. ― Nos tienen que dejar trabajar y bajarnos el precio de la electricidad y el combustible, solo así vamos a salir adelante, no con tanta historia de que viene el fin de los tiempos.

―¡Lo que tienen que hacer es dejarnos trabajar también a nosotros! ―. Les increpó un obrero que aprovechando una paradita puso la oreja.

La cosa no fue más allá, el semáforo se puso al fin en verde, la reunión terminó, cada cual dirigió sus pasos a su destino y sus ideas.

El obrero volvió a su faena con una sonrisa.

―Mañana sí que vais a estar contentos. Prepararos para vivir los próximos meses en un tetris urbano: hoy por aquí, mañana por allá. No os queda nada, listos, que sois muy listos. Vais a resoplar más que respirar.

 


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