LOGOSFERA. Mucha “el checo”, Gauguin “el francés” y Annah “la javanesa”, Por Isaac David Cremades Cano
En la principal ciudad de su región natal, en un austero museo de apenas 500 m2, con poco encanto y sin un planteamiento realmente original, se exponen algunas de las litografías más célebres, grabados, bocetos, pruebas de impresión y de color, con las que se pretende evocar el clímax creativo del artista checo. Los conocidos cuartetos femeninos de Las artes, Las estaciones y Los momentos del día nos dan la bienvenida. Bellos rostros femeninos con complaciente mirada, unos invitan al espectador a observar cierto detalle, otros miran fijamente a los ojos sin perder de vista al visitante. Esas esbeltas jovencitas de largos y ondulados cabellos parecen cobrar vida con cierto movimiento serpenteante en armonía con los ligeros tejidos, que dejan intuir, sobre esos sinuosos trazos, las formas curvas de sus cuerpos. Rodeados de tales cuartetos, seductores coloridos florales y arabescos entrelazados, una ventana redondeada al imaginario del creador se abre al espectador interesado.
Una vez introducidos a ese mundo onírico de atractivas féminas, que tanto sedujo al París de finales del siglo XIX, se nos revela como ilustrador exclusivo de Sarah Bernhardt, quien cobra todo protagonismo: desde ese primer cartel que cautivó a la actriz e inundó las calles parisinas el día de año nuevo de 1885, hasta los dedicados a las aclamadas representaciones de Medea o la Samaritana. Esos personajes femeninos contrastan con uno de los raros retratos masculinos que, en realidad no lo es, pues se trata de un Hamlet con el rostro de perfil dedicado a la obra teatral protagonizada por “la divina Sarah”. La galería se estrecha ahora acercándonos a bocetos de sus originales motivos florales y sus peculiares caligrafías arqueadas, como las que compone esa especie de arcoíris que irradia sobre el rostro de Gismonda. Ese gesto arquitectónico que intima con el pasante, que acerca al transeúnte, nos conduce a la recreación de un lugar muy personal presidido por un escritorio, al igual que un caballete y algunos utensilios de dibujo, a los que el autor dio vida. Difícilmente puede abstraerse uno frente a esa aséptica composición e imaginarse ahí al Mucha de la bohemia parisina, que viene protagonizando el relato museológico…
Es precisamente esa etapa la que vuelve a ser protagonista en la serie de fotografías y textos que culminan la narrativa de la exposición. En un lateral, un pequeño recorrido por curiosos clichés de actores con los atuendos de los personajes a los que representaban complementa y contextualiza, de alguna forma, la estética de las obras de teatro que publicitaba en sus carteles. Pero es, sobre todo, la colección contigua la que muestra con tal sutileza algo que podría pasar fácilmente desapercibido, en especial, al olfato del ávido turista en busca del selfi ideal. Se trata de instantáneas más personales, que nos catapultan de nuevo al París de la gestación del Art Nouveau. La distancia entre espectador y creador parece acortarse aún más en esta ocasión al poder observar, a través de ese ojo indiscreto, imágenes que inmortalizaron tanto su estudio con obras en proceso, como a sus compañías más entrañables, haciéndonos partícipes pasivos de sus vivencias compartidas, acercándonos a sus gestos, permitiéndonos cruzar nuestras miradas.
Paul Gauguin, Alfons Mucha, Ludek Marold y Annah la Javanaise en su atelier de la calle de la Grenade Chaurrièrre, París, 1893. Mucha Museum, Praga.
La de Gauguin relajada, limpia, de semblante imponente y formal, que mira fijamente a aquel que le preste atención, contrasta con la estética de su sombrero, cuyo reflejo en el espejo nos permite ver en su totalidad. A la de Mucha, difusa y lateral, le falta nitidez debido quizás a un movimiento repentino coincidiendo con la toma de la placa. La de Marold, que intuimos atenta y profunda, dirigida hacia el rostro de su amigo. A la del francés y los checos se le añade la más perturbadora y misteriosa de este retrato teatralizado, sin duda, la del personaje femenino. Borrosa pero vibrante, resalta por un interesante brillo tal como su rostro de tez morena, envuelto en blanco, que destaca como la pupila del iris. ¿Temerosa, emocionada… niña asustada o Dolorosa desafiante? Su expresividad, en definitiva, se convierte en el detonante ideal para la imaginación de todo observador atento.
Esa mujer de mirada oblicua, con las manos cruzadas sobre el pecho, pero sin la cabeza inclinada, era conocida como Annah “la javanesa”. Apartada fortuitamente de su familia, extirpada forzosamente de su tierra natal, con un nombre impuesto, seguido de un apodo que indica su supuesto origen, nos permite deslumbrar un aspecto menos conocido de la vida de estos compañeros artistas con aclamados apellidos, heredados de sus antepasados masculinos. Modelo, criada y amante (en ese preciso orden), con la que Gauguin expresa otra de sus pasiones por las exóticas tierras tahitianas, quedó inmortalizada, el mismo año de esta fotografía, sobre uno de los lienzos menos conocidos del pintor. En él descubrimos a una niña de tez oscura, posando desnuda sobre un sillón, que deducimos sentada frente a ese señor de 45 años de manera, al parecer, políticamente correcta en la época. Una faceta menos virtuosa, que no se oculta del todo, emana entonces de esta pequeña fotografía relegada a un rinconcito, completando así una retrospectiva parcialmente sincera, en su conjunto, por la vida y obra de Mucha. Si bien no consiguió sobrevivir a otras conductas poco ejemplares, que se abrían paso a finales de los años 30, sucumbiendo tras los duros interrogatorios a los que le sometió la SS, este genio creativo solo pereció parcialmente. Ambos casos, vergüenzas de la humanidad, consecuencias del nacismo y del colonialismo, unas con nombres y apellidos se han convertido en referentes frente a otras, más silenciadas, apocadas con un simple apodo exótico que a duras penas perduran.
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