EL ARCO DE ODISEO, Hugo, por Marcos Muelas
Hugo y yo nos conocíamos desde niños. Éramos vecinos e innegablemente, amigos. Competíamos por ver quien corría más rápido o quien trepaba más alto los árboles. En el colegio ambos pugnábamos por las atenciones de Karla. Pero ni siquiera la posibilidad de un beso de la joven nos hizo enfrentarnos. Crecimos juntos, a las afueras de Desdre, compartiendo nuestros sueños de futuro, planeando como sería nuestra vida cuando viviéramos en la ciudad.
Pero estalló la guerra y ambos acabamos en un campo de concentración. Y aunque cercanos, ya no estábamos juntos. Hugo entró a Sachsenhausen con un uniforme, yo con un pijama.
Pero todo tiene un comienzo. Mis padres eran judíos, y por ende, yo también. Ello no impidió que mi familia y la de Hugo entablaran amistad. Por dar un ejemplo, cuando el padre de mi amigo perdió su trabajo, el mío no dudó en ayudarle prestándole dinero hasta que consiguió un nuevo trabajo.
Era habitual que Hugo pasara mucho tiempo en mi casa y yo en la suya. Él llamaba tíos a mis padres y, por supuesto, yo hacía lo mismo con los suyos. El verano que íbamos a cumplir catorce años, Hugo llegó entusiasmado a mi casa para anunciarme que iba a alistarse con las Juventudes Hitlerianas. Durante toda la tarde me habló de ello. Me habló de los campamentos donde los jóvenes realizaban ejercicio físico y aprendían a manejar armas. Todo, según él, en un ambiente de camaradería donde cada noche cantaban alrededor de hogueras mientras bebían chocolate caliente.
Me animó a seguir sus pasos e ingenuo de mi lo solicité a mis padres esa misma noche. Nunca olvidaré aquella noche... Mi padre me gritó e insultó, haciendo mención a mi escasa sesera mientras mi madre lloraba desconsolada. Yo sin saber que contestar, solo pude agachar la cabeza.
Días después, Hugo apareció en casa vistiendo orgulloso su flamante uniforme. Ante mí tenía un nuevo Hugo. En ese momento descubrí que había dado el paso de niño a hombre. No pude reprimir una sana envidia al ver a mi amigo así vestido.
Mi padre nos sorprendió juntos y con muy poca educación lo invitó a marcharse de nuestra casa. Hugo se marchó desairado y a pesar de mis protestas, mi padre me prohibió volver a verlo.La relación entre nuestras familias se enfrió hasta extinguirse. Nuestros padres parecían ignorarse cuando se cruzaban y compartían saludos, ni en público ni en privado.
Pasaron tres años más, época que recuerdo gris y confusa. Hugo y yo seguíamos viéndonos cada vez que era posible. Siempre a escondidas, porque aunque no habláramos del tema, sabíamos que así debía ser.
La guerra llegó de la noche a la mañana. Fue en esa época cuando las cosas se precipitaron. Por aquel entonces los componentes de mi familia nos veíamos obligados a lucir una Estrella de David con la palabra “Jude” inscrita a modo de identificación.
Poco después, mi padre recibió la visita del padre de Hugo. Éste le propuso una oferta para comprar nuestra casa y el negocio familiar por diez veces menos de su valor. El precio era absurdo, pero aun así, mi padre aceptó sabiendo lo que nos venía encima. Empleamos ese dinero para huir hasta Polonia, donde mi padre tenía varios amigos. Pero, al llegar a la estación, fuimos interceptados por la policía, que nos detuvo al momento. De forma violenta fuimos apiñados en la parte trasera de un camión destinado al transporte de estiércol. El camión nos condujo al gueto de Lodz, que acabaría convirtiéndose en nuestra residencia.
La vida en el gueto era muy difícil. Todo el dinero de nuestra familia solo nos alcanzó para hacernos con una pequeña habitación compartida con unos desconocidos. Durante los meses siguientes fuimos reubicados en varias ocasiones. En ese periodo mi madre enfermó y falleció. Finalmente llegó el momento que más temíamos, nos trasladaron a los campos de trabajo. Un eufemismo para referirse a los campos de exterminio.
Hacinados en un tren destinado al ganado fuimos transportados al que presentíamos sería nuestro último destino. Nuestras escasas pertenencias nos fueron arrebatadas y cambiadas por un sucio pijama con rayas. Uno a uno fuimos reducidos al número que tatuaron en nuestros brazos. En esos primeros días me reencontré con Hugo, convertido en uno de los guardas que patrullaban al otro lado de la alambrada. Sé que él también me vio, pero quedó patente que no iba a saludarme y mucho menos ayudarme.
El hambre se convirtió en una dolorosa constante. Sin quererlo, los reclusos nos convertimos en bestias, como única arma para sobrevivir. Compartir el escaso alimento o una manta podía significar la muerte. El más fuerte quitaba al débil lo poco que tenía. ¿Acaso no ese era el propósito de los nazis? ¿No era su propósito que los judíos nos convirtiéramos en los animales que nos consideraban? Por fortuna la guerra acabó dando la victoria a la razón. No diré que sobreviví por ser más listo ni más fuerte que los demás. Ni siquiera puedo alardear de una voluntad de hierro. Fue mi cuerpo que, obstinado, se negó a rendirse. Ya liberado volví a mi pueblo donde pasé el tiempo suficiente para confirmar que ese ya no era mi hogar.
Mientras paseaba entre los ruinosos restos de mi infancia me encontré con Hugo, el mismo que se había alistado del bando que aniquiló a mi pueblo. El que desfilaba orgulloso con las fuerzas que saludaban a la esvástica. El mismo que me ignoró al otro lado de la alambrada mientras moríamos de hambre. Al mirarnos a los ojos descubrí su vergüenza. No hacían falta palabras. Yo le abracé con fuerza y el rompió a llorar. Para mí no éramos un judío y un nazi. Él seguía siendo Hugo, mi amigo de la infancia. Y con eso bastaba.
Me gusta lo que escribes, pero ¿la amistad está por encima de todo?
ResponderEliminarMuchas gracias. En esa época salió lo peor del ser humano. A veces, para seguir adelante, hace falta perdonar.
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