EL ARCO DE ODISEO. El último cigarrillo, por Marcos Muelas






Islas del Pacífico, 1945


“John Doe tenía sueño, mucho sueño. Normalmente podía enmendar fácilmente ese problema de muchas formas. 

Podría tomar café, encender un cigarrillo o simplemente, echar una recuperadora cabezada.

El café no era posible en ese momento y las otras dos opciones podían costarle la vida tanto a él como a su pelotón. Era de noche y él estaba de guardia mientras sus compañeros trataban de dormir entre la maleza.

En cualquier otro momento se hubiera encendido un cigarrillo y con eso hubiera bastado para disipar el sueño, al menos durante unos minutos. Pero encender un cigarrillo podría revelar su posición al enemigo, un faro en mitad de la noche al que se podía disparar fácilmente.

Instintivamente echó una mano hacia su chaqueta y palpó el reconfortante bulto de su bolsillo. Ahí estaba la cajetilla de tabaco, el complemento más moderno e imprescindible de la infantería americana. En ese momento John habría matado por sacar uno de ellos.

Seis meses antes John ni siquiera fumaba. Se alistó en la infantería y tras unas semanas de instrucción, le colgaron en la espalda 30 kilos de equipación militar y lo mandaron al frente a combatir. 

Como la mayoría de americanos, él apenas había acabado la primaria. Todo lo que había hecho hasta entonces era cuidar de los cerdos de la granja familiar.

Pasó su adolescencia viendo como sus vecinos se marchaban para participar en la guerra. Todos los jóvenes del pueblo, cuando apenas alcanzaban la edad de afeitarse sin cortarse, se alistaban sin dudarlo. 

John los contemplaba marcharse, ilusionados por ir a cazar nazis en la lejana Europa. Todos ellos fueron despedidos con orgullo, pues iban a cumplir con su deber como patriotas.

Pero muy pocos eran los que volvían y, en opinión de Doe, los que volvían no parecían celebrar el hecho de seguir con vida.

Mutilados, heridos y algunos intactos. Pero sólo en apariencia, porque sus miradas confesaban que estaban rotos por dentro.

Aun así, John, ya fuera por huir del pueblo o por probarse a sí mismo, se alistó en cuanto su edad se lo permitió. 

Durante su adiestramiento, Alemania fue derrotada.  La lucha en Europa había terminado, pero la guerra continuaba en el Pacífico.

Y así había acabado en territorio japonés, rodeado por otros jóvenes más, jugando a ser adultos.

Había sido destinado a ese lugar, una isla cuyo nombre le era imposible pronunciar, diminuta, pero según aseguraban, un lugar estratégico. Al llegar le entregaron cinco cajetillas de tabaco y unas cerillas impermeables. No quiso aceptarlas pero el sargento insistió en que lo guardase.  

No tardó en descubrir que la guerra no se parecía en nada a lo que le habían contado. 

Por supuesto que sabía que a la guerra se venía a morir, pero la muerte difería mucho a cómo la había imaginado. En el cine de su pueblo había visto a soldados morir.  Hollywood mostraba a los actores con una pequeña mancha en el pecho tras ser disparados. Estos, heridos de muerte, aún tenían tiempo para agonizar en brazos de un compañero mientras pronunciaban una frase valiente. Después fallecían con un rostro solemne. Eso hacía que la muerte le pareciese algo irreal, casi idílico.

Montañas de mentiras, pensó John. En la isla, sus compañeros morían entre explosiones y lluvias de vísceras. Sus vidas se extinguían mezcladas con gritos de agonía y llantos, llamando a sus madres dominados por el miedo. Hollywood les había vendido una mentira.

En su primer día en la guerra, su pelotón fue emboscado por los implacables japoneses. Caminaban bajo la lluvia cuando su compañero de delante cayó fulminado por una ráfaga de balas. John se quedó petrificado mientras las balas pasaban cerca de él. El compañero que tenía detrás atinó a derribarlo al suelo y eso le salvó la vida. Mientras sus compañeros devolvían los disparos al enemigo, la única aportación de John fue quedarse en el suelo cubriéndose la cabeza. Cuando todo terminó alguien lo puso en pie y le colocó un cigarrillo en la boca. Y allí, rodeado por la muerte, fumó por primera vez mientras sus dientes castañeaban sobre la boquilla del cigarrillo.

Y ese fue el primero de muchos más. Cada vez que terminaba un ataque, todos acostumbraban a encender un cigarrillo. Como si se tratara de una ceremonia, encender un cigarrillo significaba que todo había terminado y ellos seguían con vida. De alguna forma eso era reconfortante. Fumar era sinónimo de vida. Fumar significaba una tregua y sin darse cuenta, se convirtió adicto a la nicotina.    

Y ahí, en la noche y semioculto en la vegetación, durante su guardia, trataba de no quedarse dormido mientras anhelaba el tranquilizador humo de un cigarrillo.

Todo parecía en calma. Hacía días que no se encontraban con ningún enemigo y según contaban los oficiales, los japoneses se estaban retirando. Miró en todas direcciones y afinó el oído. Lo único que escuchaba eran los ronquidos cercanos de sus compañeros que descansaban. Todos dormían, siendo conscientes de que depositaban sus vidas en sus manos. Agitó la cabeza para despejarse, pero el sueño seguía amenazándole. Desoyendo su instinto de supervivencia, sacó un cigarrillo y lo encendió. El fosforó creó una llama y todo en diez metros a la redonda pareció cobrar vida. Pudo distinguir a un pequeño grupo de soldados japoneses que se arrastraban por el suelo, casi desnudos. Reptaban en silencio portando cuchillos en la boca. El cerebro de John se activó de inmediato. Esos hombres planeaban acabar con ellos por sorpresa mientras dormían. En un ataque de pánico apretó el gatillo de su fusil. El disparo distó mucho de acertar a cualquier objetivo, pero sirvió para despertar al resto. En mitad de la oscuridad los fusiles de sus compañeros iluminaron el lugar. Pocos segundos después todo había acabado. Los atacantes habían muerto o huido y John y sus compañeros vivirían para ver otro día. 

El siguiente amanecer sorprendió a John con un cigarrillo en la boca. 

Fumar le salvó la vida y durante el resto de la guerra el tabaco se convirtió en su fiel compañero. El mismo que veinte años después le mató de cáncer. Un compañero que no se despegó de él hasta el fin de sus días”


Durante la Segunda Guerra Mundial casi toda la producción de tabaco de norte América iba destinado a los soldados en el frente. Ya en la Primera Guerra Mundial, el ejército dictaminó que el tabaco mantenía alerta a los soldados y calmaba sus nervios tras el combate. Las marcas de cigarrillos donaban gran parte de su mercancía para el ejército, siendo conscientes de que engancharían a los soldados de por vida. Decidieron añadir aditivos al tabaco que alargaran su conservación. Esas sustancias acabarían siendo mucho más nocivas que el propio tabaco. 

Durante la guerra las tropas podían sufrir desabastecimiento de comida, balas y papel higiénico, pero el tabaco siempre estuvo presente.






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