LOGOSFERA. Tormenta y pan duro sin misa, por Isaac David Cremades Cano



Se ruborizaba con tanta facilidad que incluso hoy puedo visualizar, con suficiente nitidez, sus mejillas a menudo sonrojadas. Era durante los veranos cuando más tiempo tenía para observar esa conducta que, bajo la mirada del niño que yo era, me resultaba bastante divertida. Sobre todo frente a la televisión, principal causante de tales sentimientos, mi abuela era capaz de exteriorizar, como nadie de mi entorno, las turbaciones que esos mensajes audiovisuales le producían. Recuerdo, en especial, aquella publicidad de un desodorante higiénico en el que una joven besaba la axila depilada de un hombre… Le abochornaba seriamente tal propósito y, sobre todo, que los niños pudieran ver esa imagen ralentizada que consideraba tan obscena. Antes de que terminara el verde anuncio, con un ágil gesto de movimientos rápidos y mecanizados, acompañado de la exclamación: “ – ¡Pues, mira, María santísima!”, intentaba calmar bruscamente su sufoco. Ese estudiado recorrido de su mano sobre la frente, luego a ambos lados del pecho y besándose finalmente el dedo, era como un acto reflejo más.

Su cuerpo parecía haberlo interiorizado de tal forma que podía repetirlo, casi a la perfección, ante todo lo singularmente escandaloso a su parecer. Aún sonrío al recordarla santiguarse también cuando, por ejemplo, sonaba el teléfono. Al principio de instalarlo, hasta se negaba a descolgar, alegando que ese extraño artilugio de cable enroscado podía darle calambre en la oreja. Poco a poco fue acostumbrándose a habitar un mundo que se modernizaba a un ritmo frenético, difícil de asimilar.

Lo mismo ocurría si durante alguna película había una escena de besos… Se avergonzaba cual voyerista descubierta, como observadora discreta sorprendida, y debíamos cambiar de canal, a no ser que se tratase de una en la que actuara el genuino Manolo Escobar. En ese caso, su sólida moral parecía ablandarse ante tal mozo castizo y solo teníamos que preguntarle: “ – Abuela: ¿es guapo, Manolo?”, para que soltara una risa nerviosa que le arrugaba la frente y empequeñecía sus ojos marrones. Se ponía aún más colorada cuando mi tía y yo bromeábamos al respecto, compartiendo unas risas saladas con el fehaciente poder de humedecernos los ojos a las tres generaciones.

Cuando se enteraba del fallecimiento de algún conocido, más o menos cercano, encender esa caja indiscreta la hacía reaccionar de igual forma. Se persignaba al mismo tiempo que apagaba la televisión o cortaba la radio, escandalizada por consentir tales entretenimientos en momentos tan delicados. Había que estar tristes, aunque fuera solo un rato, por respeto al difunto y al sufrimiento de sus familiares, mientras ella buscaba su rosario para entrelazarlo hábilmente entre sus dedos y comenzar a emitir un susurro que parecía afligir todo lo que le rodeaba.

En cuanto se intuyera a penas un atisbo de lluvia, la televisión tenía que estar desenchufada, así como cualquier otro aparato eléctrico. Las tormentas la aterraban ciertamente: cerraba contraventanas y ventanas, puertas y persianas, apagaba luces y desconectaba todo, dejando la casa silenciosa, habitada por sombras, inestables formas que parecían cobrar vida a la luz del candil. Era como un ritual solemne, rezo mudo, miedos acallados y olor a cera quemada. Ahí nos quedábamos atentos, privados de toda distracción, mirándonos a la espera de que el cielo descargara su furia sobre el viejo tejado cerámico, mientras nos contaba la sobrecogedora historia de aquella lejana tarde de principios de otoño.

Su voz evocaba titubeante una época pasada, consiguiendo trasladarnos a ese particular suceso experimentado a través del imperio rotundo de la oralidad. El contexto de su relato, un tiempo pluvioso similar a la de ese momento; el lugar, la misma casa; el sonido, las gotas de lluvia y el viento; el olor, el perfume húmedo que se desprende del suelo recién mojado; el protagonista, un rayo que cayó en la antena de la televisión. Así describía fielmente aquella tarde gris de mal augurio que, repentinamente, se tornó a negra. Hablaba de cómo se levantó rápidamente un viento feroz, enviando las primeras gotas de lluvia en todos los sentidos. Su narración estaba salpicada de destellos de luz que lo iluminaban todo por instantes, de relámpagos acompañados de truenos que resonaban cada vez más cerca y, de repente, describía gesticulando el gran estallido ensordecedor e igualmente cegador que la envolvió por completo. Afortunadamente, coincidió con la hora de salida de la fábrica que se encontraba en frente de casa y había mucha gente en la calle. Aunque la mayoría quedó encandilada por un instante, el pánico repentino se fue disipando conforme recuperaban progresivamente el oído. Tras el estruendo seco y hueco que produjo ese resplandor eléctrico, vieron salir humo de la casa. Pronto prestaron socorro sin más pena que una instalación eléctrica junto con todos los electrodomésticos calcinados, al igual que las lámparas, testigos humeantes y bombillas esparciendo por el suelo finos vidrios ennegrecidos.

El miedo la paralizaba en casa, con todo apagado, en silencio, aterrorizada, creyendo firmemente en la posibilidad de que un rayo le cayera encima dos veces en una misma vida. No era de extrañar, a fin de cuentas, que el gran susto de su vida le impidiera incluso ir a misa cuando se anunciaban chubascos. Con lo creyente y devota que era, ese día se conformaba con rezar y persignarse con su agua del Carmen, implorando el perdón divino. Luego comprendí que, en realidad, había crecido en una época de misa obligada y en la que todo era pecado, todo. Tal había sido de traumática, en definitiva, esa experiencia borrascosa que ni siquiera iba a por el pan si estaba nublado, presa del miedo a ser sorprendida por la tormenta, y mira que el pan para ella era algo… ¡más que sagrado! Y, por supuesto, si se le caía al suelo, era otra ocasión idónea para persignarse tras recogerlo. Nunca podía faltar, fuera duro o blando, blanco o moreno, de medio o de cuarto, de ayer o de hoy. De vez en cuanto compraba el doble, por si acaso amanecía nublado al día siguiente. De todas formas, si no se cumplían las previsiones de mal tiempo y sobraba, siempre era una buena ocasión para aprovechar ese chusco duro, compartiendo unas sopas con leche tibia, nutriente fluido materno capaz de reblandecer aquel pezuco de mi niñez cual magdalena de Proust.

Comentarios

  1. Relato entrañable. Gracias, Isaac, por llevarme de nuevo a mi infancia, y a recordar cuánto le debo a mi abuela, a su sabiduría compartida con tanto cariño.
    La mía, con el pan duro hacía migas, y las sobras se comían para la merienda con chocolate.
    Un relato bien construído y lleno de ternura. Gracias

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  2. Precioso relato, consigue transportarme a mi propia infancia, a revivir escenas entrañables, ora de mi madre, ora de mi abuela. Gracias, Isaac.

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  3. Exactamente igual que mi abuela. Todo exactamente igual. Entrañable. Relato. Gracias

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