LOS POETAS INMUNDOS.: IV. Fausto en Poodle Springs, por Vicente Llamas




Al final de la calle principal, la carretera gris a la izquierda. Para llegar a donde quieres, sigues recto, entre colinas ocasionales salpicadas de casas de estuco con tejados rojos, hasta que te contagias de tristeza o hasta que la oscuridad te impide seguir, pero sabes que aún no has llegado. Al principio es sólo un agudo suspiro, luego dos cuerpos tan cerca como puedan estar dos cuerpos dispuestos a herirse.

O hasta que el sitio andrajoso que te ha convertido en lo que eres se vuelve contra ti (en realidad, hace que la penumbra se vuelva una cosa voraz y descarnada contra ti, una criatura insolente que empuja lentamente a todas las demás cosas hacia ti, infundiéndoles el aspecto frustrado de lo que hubieran podido ser). El resto es inercia: aparcar el Olds bajo el alero en el camino circular de grava, subir la escalera exterior que corre por la pared derecha del edificio de dos plantas, falso adobe y vigas estriadas. Casi todo el mundo está hecho de falso adobe y vigas agrietadas emboscando algo que no se sabe si nació ya desfigurado o sucumbió a la escuela de la noche y su sorda maquinaria de sombras (aún en los rasgos más monstruosos parece incisa la huella de los dones). A pleno día, huele a humedad y vidas amargas, su aura deslucida recuerda a una anciana estrella de Hollywood.

Casi todos los que la visitan buscan algo parecido a la redención que no puede concederles, demasiado frágiles para soportarla, pero tú ya te has convertido en el tipo sin sosiego ni casos de divorcio que nadie advierte acechando horas enteras en el coche con el motor apagado y el aliento en marcha, acumulando depósitos de carbonilla en los cilindros antes de morder, con una sola certeza sobre la que sostenerte: no habrá largo adiós, "nadie tendrá la sensación de que a su vida le falte de repente el suelo" cuando termines la partida de ajedrez en un callejón torcido que se esfuerce por estirarse para conseguir un vecindario más duradero.

Medianoche ya. Avanzar ahora a pie hasta que el miedo haya retrocedido más hacia la oscuridad, concentrándose únicamente en las manos. Ahí es exactamente donde debe quedarse, procurándoles la vigilia justa en esta ciudad fatigada e insomne. Nada premeditado, los malos presagios son sombras inocuas intimidando a una conciencia que vacila ante la furtiva caligrafía del azar. Girar en la esquina del gran Edificio. De todas las ciudades retorcidas y enfermas, ésta era la más promiscua y deforme, el Edificio tetragonal del gran Padre reflejaba su vulnerabilidad, los tres órdenes de ventanas circulares tensan el ritmo ternario del descenso a los sórdidos negocios de lágrimas incubados en la primera piedra que toda ciudad aloja en su entraña, como si lo que en su superficie era discretamente reparable, fuera abstractamente irrecuperable en el subsuelo.

Haces lo que has venido a hacer. Acabas, sin más, y sigues adelante, mientras adivinas a todos allí, agazapados, mintiéndose (unos a otros), haciendo lo que sea que hagan los habitantes del neón, un tejido blando de voces coaguladas que no pertenecen a nadie porque vienen del lugar que siempre queda a oscuras por detrás de las plegarias. A menudo dicen las palabras precisas, las que aprendieron de sus abuelos, las repiten, una y otra vez, como una gastada oración extraída del polvo o un sacramento sucio y vacío que no roza ni despierta nada: nadie conmovido acude a rescatarlos de aquel impuro lugar que ni siquiera anegan los llantos, ahorrándoles el trecho que va de lo que soñaron antes de que el mundo los atrapara a lo que nunca se atreverán a hacer al respecto.

Quizá reúnen mal las palabras, quizá sean sus bocas las que no sirven, demasiado sucias para que las oraciones desemboquen en algún sitio anterior a sus ávidos corazones sonámbulos, recuperando su agostada virtud: cegar grietas en millones de cuerpos arrojados a una región nocturna en la que enmudezcan tantos corazones mohosos, manchas oscuras sobre sábanas por las que la muerte se desliza como lo haría sobre la piel de un fruto corrompido (empezando por sus bocas, todo obscenas grietas en el muro carcomido de una vasta conciencia anónima a través de las que asoman ambiciones, impúdicos deseos y crisálidas de insectos más procaces). Lo que queda de ellas apenas son murmullos teñidos del rencor que hace de sus vidas borrosas una hilera interminable de trapos sucios, lavados una y otra vez, tendidos al sol en una cuerda demasiado floja que no los deja nunca acabar de secarse y con una mugre prendida a sus costuras más íntimas que jamás se quita.

Sigues adelante, dejas que la carretera se desenrolle mansamente una o dos millas más, nada deliberado, para retornar al punto de partida.

Sunset Boulevard es una complaciente ramera, más allá aguardan las nevadas montañas de San Gabriel y el tráfago de gente embozada en las pálidas horas de enero que empañan su sobornable vigilia y deshacen sus tenues perfiles sin condenarlos definitivamente ni dejarlos exponerse nítidamente a la mentira y al fraude. Detrás, un rebaño disperso de casas mudas e inútiles pastando en la ladera, deformadas por la niebla y los pecados que se cuecen dentro, el hedor de un sueño aún no desvanecido al calor del neón que permanece siempre despierto, enredándose en la luz del alba, sujetándolas para impedir a la lluvia su costumbre. Ese sordo trabajo lo hará el sur, cuando el sueño, ya desgarrado, las arranque de la ladera arrastrándolas colina abajo como bestias abatidas, hacinados sus cuerpos famélicos en el suburbio, sin espacio entre unos y otros para que amanezcan relucientes buicks y prosperen allí las magnolias y los niños en uniforme escolar.

Hasta que las casas apiñadas te obstruyen, "cazadores solitarios" que rumian baladas y esputan amores turbios en tristes cafés de carretera secundaria, dinastías a las que se les cayeron las máscaras, mientras las fachadas envejecen y la hierba sigue creciendo, pero nunca es roja, ningún predio Cuadrado cubierto de hierba roja, ninguna maldita máquina del pasado que permita regresar a la infancia a ahuyentar insanos huéspedes que la ira secreta del viento expulse del bosque profundo, a tratar de aplastar embriones de sombras futuras como un impotente exterminador (Abaddón, por ejemplo) trataría en vano de aplastar con palabras larvas de cosas construidas con sangre, sed, latidos e ilusiones verdaderas. Ningún bastardo ingeniero Wolf contra inquisidores que se opongan a sus audacias: purgar obsesiones, borrar recuerdos, estafas, moteles o caducas edades llenas de fango, oprobio y hierro.

Sunset es un burdel suntuoso, así que torcer de nuevo a la izquierda por el camino de robles hasta que el alba errante se haya sacudido el neón y deje ver el estuco y la pintura desconchada, y sólo quede ya la soledad del océano con toda su violencia dentro.

Entonces sabes que has llegado. Son las once. Decides cerrar el último caso, "la última rama que podía haber medrado derecha" y tampoco lo hizo, para soñar eternamente. Quemas la semilla de laurel que hubiera podido crecer en el hombre sabio que jamás fuiste al abrazar las calles ("el mal de las cosas ilícitas, cuya profundidad consiente a los talentos eminentes practicar más de aquello que el poder celeste permite"), abres la puerta de la habitación (el miedo sigue ahí, vivo, en manos que escarban en la penumbra desafiándola, sin hallazgos a que aferrarse), te vuelves hacia Linda (no necesitas la teología para eso), contemplas un instante su cuerpo de Vargas y su rostro de maestra, y le espetas:

"Mira. No soy gran cosa. Hay cosas que puedo hacer. Puedo disparar, puedo mantener mi palabra, puedo trabajar en sitios estrechos y oscuros. Podría ponerme un traje de franela gris, sólo que soy un poco viejo para ser el yerno del jefe".

Marlowe amaba a Linda Loring, como en otro tiempo amara quizá a Ned Alleyn, incluso veinticuatro años después de que el impostado franciscano le revelara que el infierno está allá donde va cada uno, pues no es un lugar sino un estado en el que el sufrimiento se ha derramado para envolver a los hombres en la magia del lenguaje, "capaz de sugerir alteridad y conjurar extrañeza", desencadenar tempestades o arrasar ejércitos.

Hubiera podido entrar para quedarse un tiempo junto a ella en el gran Edificio que siempre rodeaba, al fin y al cabo un payaso que cabalgue sobre agua tendría el poder de metamorfosear en cualquier animal doméstico. Era sólo que él prefería alguna calle lateral, la Sioux Avenue y la taberna de Deptford, o el tugurio de Cahuenga con el escritorio barato de algún inquilino anterior ... siempre el mismo: Mefistófeles tiene todos los rostros.

Comentarios