MINUETO. Un castillo encantado bajo el mar, por José Antonio Molina


 

Había desaparecido para el mundo muchos años atrás. Todos dieron por sentado que ni él ni su  navío habían podido sobrevivir al maelstrom. Las noticias del extraño monstruo cuya presencia había sembrado de incertidumbre y terror los mares habían cesado; el misterioso atacante de los más poderosos buques de guerra, sea lo que fuera aquel nuevo Leviatán mecánico que se hundía en las profundidades para emerger muchas millas después, había dejado de existir. Quienes fueron sus rehenes durante veinte mil leguas de travesía submarina solo podían sentir piedad por el enigmático ser humano que fue su carcelero y cuyo sufrimiento habían llegado a comprender, sin compartir por ello sus ansias asesinas de venganza, su cegadora aversión por los demás habitantes del mundo. El comandante de la nave, a la que generaciones de lectores habían de conocer bajo el nombre de Nautilus, era un personaje como extraído de alguna tragedia clásica, un ser a quien el dolor y la injusticia habían llevado demasiado lejos, enredándolo en un devastador complejo de Yavhé: “La venganza es mía”, también hubiera podido decir Nemo. Su sed era tan grande que la sangre no bastaba, solo el océano, aparentemente, había podido colmarla. 


Pero Nemo ya no existía. Quizá ya no era ni una leyenda cuando aquellos fugitivos de una guerra civil llegaron a las costas de una isla, misteriosa y deshabitada. En ella, sin embargo, empezaban a aparecer diversos enseres en perfecto estado, que quedaban a su libre disposición, como abandonados allí por una mano anónima y sin la menor señal de un naufragio que pudiera explicar la procedencia de los objetos. Alguien observaba a los refugiados, y en el momento decisivo, los protegía contra peligros mortales. Quién hubiera de ser aquel deus absconditus es algo que se revelará finalmente. El velo de oscuridad se descorre como si fuera el desenlace de un ritual antiguo. El último tripulante vivo del Nautilus se presenta ante ellos, para decir, semejante a un dios de tiempos remotos: “Yo soy Nemo, aquel que os ha salvado, aquel que os ha protegido”.


El viejo misántropo, el enemigo declarado del género humano, aquel que soñaba con aniquilar escuadras de países imperialistas y ahogar a sus tripulaciones, era ahora un bienhechor de corazón compasivo, habitante de un navío que hubiera podido ser como las prodigiosas naves de los feacios que en La Odisea recorrían y dominaban los mares como por arte de encantamiento, pero que ahora, desprovisto de marineros, no había de navegar jamás y se había convertido en un buque fantasma, como un remedo del holandés errante buscando su redención; o mejor aún, en un castillo de leyenda sumergido en las profundidades marinas que solo escondiera el fantasma de un alma en pena. Su último refugio, a resguardo de las miradas del mundo, había consistido en el lago secreto, oculto en el interior del cráter de un volcán en aquella isla, a la que habían ido a parar los nuevos prófugos del destino.


Nemo, que es un anciano cercano a su fin, está preparado para abandonar el último puerto de la vida y emprender la travesía postrera después de sus últimos actos de redentora bondad. Puede al fin entregar el alma y cerrar una existencia cargada de años y sinsabores aprestándose a dejar su cuerpo. Los náufragos, deudos de su piedad, rinden el último tributo a aquel Poseidón, aquel caballero del dragón acuático, y convierten el Nautilus en una mastaba de acero para un legendario rey de los mares, inundando la nave que para siempre queda convertida en el mausoleo de un hombre extraordinario, demasiado grande para el océano, más poderoso que maelstrom, corazón intrépido a quien solo él mismo podía perdonar. 


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