LOS POETAS INMUNDOS: VII. Beatriz y el resto de penumbra, por Vicente Llamas





Delira el prisionero de la noche intemporal, tramando torcidas galerías en la biblioteca de Hubble, repitiendo en mudable desorden las palabras que usara el áspero Norte para renunciar a Babel y combatir a sus náufragos, cuando los rasgos de Beatriz ya se habían hundido en el pasado, sepultados por las arenas que muelen nuestros pasos ... Beatriz de frente, en blanco y negro; Beatriz melancólica en el altar, huraña la mañana de su divorcio ... La arena es hostil, cruenta, revoca la inmortalidad: ni siquiera el hombre que ha sido todos los hombres, escabulléndose de la arena bajo todas las máscaras, es inmortal, pues los que habrá de ser ya los ha sido o los está siendo en la estación infinita en que los actos morales se diluyen en la indiferencia y la suma de todos los nombres (o las máscaras) es la anonimia, la completa desnudez, como si unos se opusiesen a otros en un régimen de pulsos centrales.


La casa de la calle Garay y las confidencias pertenece a las huecas leyes de la penumbra, sólo queda la plegaria, un oscuro murmullo desvaído, prendido al ámbito de orfandad como el hedor de los peces corrompidos en la dársena, vacías las cuencas que fueron los ojos, vacíos los órganos que arrasó el aire y derramaron el hambre y la freza. Un eco "ilimitado, abstracto, casi futuro, ubicuamente ajeno", que podría ser la ausencia completa de cuerpos y de mundo, la negación de todos los predicados: 


"Beatriz, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges".  


Fingía.


El vértigo del escalón diecinueve es ahora el rumor de cosas sucesivas arrancadas del punto en el que confluyeran sin superposición ni transparencia. El horror de vivir en la consecuencia, atado al tiempo, atrapado en sus frágiles magias inútiles, sometido a la dicha y al duelo. Todo incide en la penumbra, irreal era sólo lo que Beatriz no había visto.


El poeta rehúsa la profana incredulidad, contrayendo vínculos con lo dañado; deriva de ínfimos resentimientos una aversión fatigosa a los hechos que no están fuera del tiempo, refugiándose en la irrealidad que parece mitigar o agravar sus temores. Viaja por "barrios decrecientes y opacos", desgarrados arrabales de una mitología en la que dioses y monstruos se han convertido en perezosos obreros de fábricas desmanteladas o en transeúntes cuyas vidas inversas, cercadas por verjas y patios que dibujan Ítacas ruinosas a las que regresar cotidianamente, parecen forzar la miseria que oculta el fondo de la aventura.


Ninguna circunstancia obra ya para él, manchas ocres decretan su orfandad, de miles de apariencias pasará a una sola, de un sueño complejo a uno muy simple. Unos recuerdos se enredan en otros, las imágenes más vívidas tropiezan con los más lívidos secretos, que se deforman hasta convertirse en arena; un alud de escenas erráticas precipitándose en el olvido, empañados espejos de la creación entera sobre los que se desvanecen los rasgos de la dama florentina y los demás frustrados intentos de quietud, mientras la visión del Zahir se agudiza (veinte centavos se vuelven el fondo de un pozo en el que yace el astrolabio persa conjurado contra el resto del universo, que no lo excluye pero lo refuta al extinguirse): lo que no es Zahir llega atenuado y lejano. 


En el Aleph, un hecho, por humilde que sea, compromete la inagotable trama de causas y extravíos, el mundo visible se presta, íntegro, a la representación; la aislada mónada retiene en su opacidad a todo el universo, hasta el intolerable Zahir, "sombra de la Rosa y rasgadura del velo". Quizá en el reverso de la moneda, bajo el más inhóspito lecho, tras el más remoto espejo, habite el último monstruo.


Una suma parcial de infinitas delaciones da forma a la memoria, no es asombro ante lo simultáneo, porque no era en la piedra de Amr o en el menos azul que oscuro de los ochos ojos del ángel de Ezequiel donde convergían el laberinto roto (era Londres), el cuerpo altivo antes de ser roído por el cáncer o el círculo de tierra seca que alojaba, a la vez, todos los círculos y todas las tierras secas y todos los océanos que se alzaron contra ellas. Suspendido el tiempo, resiste la utopía, la suma de todos los lugares, sin ríos ni senderos, más allá de los destinos y las épocas, donde se suman todas las ausencias. Sólo el noúmeno desafía al Zahir.


Los émbolos las espantosas reliquias la dócil cerradura que abre la casa que se deja cerrar y las brújulas que perdurarán más allá de nuestro olvido las sombras impúdicas de los helechos arrastrándose por el suelo del invernáculo "ciega y extrañamente sigilosas" las legiones de ángeles ociosas hacinadas en el mar Caspio aguardando la absolución o el definitivo destierro el color de la rosa única que era todas las rosas futuras y todas las rosas marchitas multiplicándose hasta el infinito los dormitorios sin nadie que son siempre los nuestros, se diseminaron, una enumeración que ya no es Aleph, sólo débil recuerdo: émbolos, aborrecibles reliquias, ajadas violetas en el solsticio circular de los estoicos, rastros de largas migraciones, hordas, destierros y presagios, prólogos inaceptables de imágenes equivalentes, difusas analogías que no obedecen a la lógica perversa del insomnio sino a la ingravidez del espejismo, colores de rosas enfermas que se pudren, pétalos secos que señalan páginas holladas, una y otra vez, hasta el principio, dormitorios sin nadie, alfabetos de símbolos cuyo ejercicio supone un pasado compartido, ...,  "Millones de actos deleitables o atroces" escritos en la arena, que son siempre los nuestros.


Cada uno de los granos del libro de arena es una vasta esfera de sombra. Esa arena es anterior al tiempo. Cada minúsculo grano es Aleph, espejo de la eternidad, sostenida permanencia en el presente. Espacio y tiempo se confunden allí, pregona el Leviatán: el nunc - stans de los escolásticos revierte en el hic - stans que sostiene el noúmeno ignoto cuyo calor cobija a los hombres. 


Cada uno de los granos cifra una sola palabra proferida contra la piedra, nacida de su misma entraña para volverse contra ella hasta deshacerla. Cada palabra dicta el mundo, no disuelto en una incontable sucesión de estaciones y equilibrios, sino a la vez, entero y sin ausencias. Y cada palabra se suma a otra, y a otra, lentamente, hasta que la voz del poeta se haya completado sin superposición ni transparencia.


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