EL ARCO DE ODISEO, Banzai, por Marcos Muelas.




Saipan,1944.

El calor era insoportable. La sed y el hambre nos atormentaba sin tregua mientras permanecíamos escondidos como bestias, en cuevas. Había llegado el día y nos preparábamos para el ataque definitivo. Por primera vez en días, salíamos de nuestros escondites. La decepción inundó a los que esperábamos sentir un poco de aire fresco. El calor y la humedad en el exterior era aun peor que en la profundidad de las cuevas. La munición era muy escasa. Los soldados que aún conservábamos nuestro fusil, colocamos las bayonetas en sus extremos. El conocido sonido de una katana al desenfundar nos hizo saber que los oficiales pronto darían la orden. El enemigo se acercaba y aunque estábamos aterrorizados, deseábamos lanzarnos al ataque, para dar nuestras vidas por el emperador, pues así lo había decretado. Nosotros ya estábamos muertos y ahora nos tocaba decidir cómo sería nuestro final. 

    Pero no solo había soldados entre nosotros. Numerosos aldeanos se unieron para defender su isla ante del bárbaro invasor. Manos callosas, endurecidas por el trabajo de campo, sujetaban temblorosas aquellas lanzas primitivas cuyas puntas habían sido endurecidas con fuego. No eran soldados, ni conocían el combate, pero sí conocían la guerra, la misma que había llegado hasta su propio hogar. Ahora no había distinciones, todos compartíamos un objetivo: morir matando y conservar nuestro honor.



    Aún quedaban numerosas granadas de mano. Se repartieron entre las tropas. Las nuevas granadas eran rudimentarias, fabricadas en cerámica, sencillas de usar. Bastaba con apretar la espoleta para que detonara en tan solo cinco segundos. Los aldeanos que vi a mi alrededor las apretaban fuertemente contra su pecho, en actitud protectora, como si temieran que se les pudiera caer en cualquier momento. Se pegaban a los soldados, quizá esperando su protección durante la batalla. Bendita ingenuidad… Ni siquiera nosotros podíamos asegurar nuestra propia seguridad. Hice todo lo posible por alejarme de ellos. Temía que en su afán accionaran sin querer una de las espoletas.

    La espera era lo peor. Escondidos entre la poca vegetación que aún quedaba intacta, esperábamos la llegada del enemigo. Horas antes, el teniente general Yoshitsugu Saitō, se dirigió a nosotros ofreciendo una motivadora charla. Nuestra misión era la de proteger la isla de Saipan. Si la isla caía en manos del enemigo, estos podrían usarla como base para sus aviones teniendo así acceso directo al bombardeo de nuestra nación.      Estábamos fracasando en nuestra misión, pero hoy cambiaríamos las cosas. Protegíamos a nuestro país, al mismísimo emperador. Nuestra misión iba más allá que luchar por esa pequeña isla, teníamos que demostrar al enemigo el alto coste que tendría que pagar si seguía adelante. Los últimos defensores de la isla cargaríamos contra el enemigo, un acto suicida que nos ayudaría a mantener nuestro honor. 

    El teniente general nos aseguró que el enemigo llegaría en una hora y ya habían pasado tres. La charla motivadora comenzaba a perder fuerza y nuestra moral se resentía. Para cuando vimos al primer soldado aparecer, ya nos habíamos convertido en un saco lleno de nervios. A este le siguió una decena, y en pocos segundos eran cientos, tal vez miles. Centré mi atención en mi oficial más cercano. Aunque alzaba su katana con semblante decidido, pude apreciar un cierto temblor en la hoja de esta. 

    Ocultos entre las cuevas y en agujeros camuflados por la maleza, podríamos haberles disparado y causar mucho daño, pero apenas nos quedaba munición. Así solo delataríamos nuestra posición y quedaríamos atrapados en nuestros propios escondites, pues ellos parecían tener munición ilimitada. Eso sin contar con sus terribles lanzallamas. Entonces, el primer grito llegó hasta nosotros. Apenas fue audible por su lejanía, pero cientos de voces lo repitieron. El lejano murmullo se convirtió en un espeluznante coro de miles de gargantas gritando una sola palabra: ¡Banzai!

    Mis rodillas parecían de caucho cuando inicie la carrera junto a mis camaradas. Mi garganta seca se unió al unánime grito de batalla esperando recibir el primer disparo. Para mi sorpresa, los americanos tardaron más de lo esperado en disparar. Podía percibir el miedo en su silencio. ¿Acaso no hay algo más temible que lo desconocido? Ellos no entendían de honor, jamás habrían realizado una carga como la nuestra. Por ello, nos sentimos mejores que ellos, más valientes. Pero, estábamos equivocados. Éramos nosotros los que, ignorando el instinto de autoconservación, corríamos gritando como salvajes.

    Para cuando comenzaron los primeros disparos ya habíamos recorrido casi la mitad del camino que nos separaba. Las balas volaban a mi alrededor. El enemigo, nervioso, era incapaz de apuntar con precisión. Pero éramos tantos que las balas siempre acertaban en alguno de nosotros. Entonces comenzó el verdadero caos. Los campesinos, armados con aquellas granadas, se pusieron nerviosos y apretaron las espoletas antes de tiempo. Los primeros de ellos explotaron entre nuestras filas, matando y mutilado a sus propios compañeros.

    En ese lapsus de tiempo, los americanos ya habían montado sus pesadas ametralladoras y comenzaron a lanzarnos sus propias granadas. Noté una explosión de calor a mi derecha. No necesitaba mirar en esa dirección para saber que nos atacaban con sus lanzallamas. Rogué que si tenía que morir, no fuera a causa de ese nuevo arma.

Días atrás descubrimos los estragos que sus llamas producían en los túneles donde se ocultaban nuestras tropas. El fuego era tan potente, que fundía los huesos y la misma roca de las cuevas. Una muerte dolorosa que dejaba un mar de cadáveres irreconocibles. No, yo no moriría así, pensé mientras palpaba una de las granadas que llevaba sujeta a mi cinturón.

    La distancia entre el enemigo y nosotros se hacía más corta mientras los más rápidos cargábamos con nuestras bayonetas. Entre ambos bandos se formó una nube de humo provocada por los disparos y las bombas. Yo continuaba corriendo mientras los compañeros que me rodeaban caían o eran tragados por el humo que nos envolvía. La visibilidad disminuyó a menos de un metro.

    Aún conservo el vago recuerdo de embestir contra una silueta que creía un enemigo. Sospecho que fue un árbol, pues tras el impacto, no recuerdo nada más.

Por culpa de ese árbol sobreviví a la batalla y a la guerra, a costa de mi honor. Cuando recuperé la consciencia, descubrí con pesar que habíamos perdido la isla. El teniente general Yoshitsugu Saitō había hecho uso de su opción al harakiri para preservar su honor. 

    La guerra continuaría por más tiempo, quedaban muchas muertes por delante, pero desde ese día, todos fuimos conscientes del amargo futuro que se dibujaba en el horizonte.  


Comentarios

  1. "Podía percibir el miedo en su silencio". Me gusta esa frase.

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