CUADERNOS DE NAUFRAGIOS: VI. Modernos Prometeos (I), por Vicente Llamas







No hay vidas incólumes, tenemos la vida que pactamos con nuestros demonios, la que nuestros temores han deformado y empañan nuestros excesos. Podemos avanzar hasta donde retroceden nuestros demonios. En ese pequeño espacio alentamos esperanzas, herimos, naufragamos, amamos y nos desfiguramos lentamente sobre espejos que recapitulan nuestra filogenia. En esas aguas nos convertimos súbitamente en nuestros padres, rindiendo a nuestros hijos los rasgos y las angustias que desechamos hasta completar el ahogado que nos aguarda desde el principio en su profundidad. La parte de tierra no sumergida, de hogar, de cálidos lechos y de sueños que nos han cedido en la zona de obducción. La otra parte de los días flota sobre las aguas sin rumbo, a la deriva.

La racionalidad que distingue al hombre del resto de animales (el viejo tópico del animismo racional, inequívoco signo humano) es genuina expresión de una voluntad autodet,erminante, no tanto de una inteligencia naturalmente ordenada a su acto propio, la intelección, ejercida necesariamente salvo impedimento externo (la reticencia o la drástica negativa a la comprensión, al mero cambio atencional, la nescencia sin obstáculos extrínsecos al conocimiento, delatan una previa nolición). El intelecto, la más excelente potencia cognitiva, está orientada por naturaleza al conocimiento y al razonamiento (se conjugan aquí un entendimiento intuitivo - abstractivo y una razón inferente). Hay, no obstante, cognición (aun no intelectiva, o no, al menos, abstractiva) en otros animales, capacidad de aprendizaje, memoria, un nivel de psiquismo superior al sensitivo, sobrepuesto al instinto ... No voluntad, facultad que puede decantarse, incluso, por la autodestrucción, contra el mismo instinto de pervivencia de su sujeto, esa dehiscencia psíquica podría resolver su espontánea potencia contra toda inclinación natural en el individuo. Superado cierto escrúpulo moral, escoger deliberadamente el mal, transigir en el perjuicio, propio o ajeno, no revela a una voluntad corrompida, sino a una voluntad espontánea, lejos de una maquinal previsión de ventajosas o desfavorables consecuencias.

Así pues, si el hombre es animal racional en su privativa especificidad, lo es, ante todo, por estar dotado de voluntad, no tanto por su inteligencia. Preferente a la intelectualidad, su racionalidad anuncia una autonomía volitiva ausente en el resto del reino animal. Sorprendente la clarividencia de la escuela franciscana medieval en su apuesta por la voluntad como potencia soberana, para algunos la única simpliciter racional en el modo de elicitación de su acto: autoactiva, indeterminada ex se, elevado el hombre por su libertad (sesgo acusadamente racional) sobre su parco hábito natural de individuo (compartido con toda otra criatura) a la condición supra-ontológica y relacional de persona, abonada a valores de universalidad apriorizada, en aséptica desafección sensible (contradominio kantiano de fines prácticos), una ultima solitudo o soledad sin excusas ni guiones naturales, radical dignificación a través de la libertad que atesora la persona como expresión de la plena posesión de sí del individuo, su positiva auto-pertenencia, el inalienable e íntimo compromiso consigo mismo, y desde sí, desde esa indelegable (y no enajenable) auto-posición racional-activa como persona en sintonía con la simbiosis trinitaria, la apertura relacional a la alteridad, a la otra persona, y el compromiso integral con la creación. 

La comunidad humana se significa entonces como un régimen de relaciones interpersonales, más allá de la específica comunión en naturaleza o la trama de nexos empíricos entre individuos. El resto de instancias mundanas son apersonales. Caen los opuestos bajo el imperio de la voluntad, puede esta pronunciarse en favor o en contra de un fin, aun contrario al interés natural del individuo: la opción personal del suicidio, antagónica a la singular inclinación a la supervivencia (disyuntiva racional por concernir a la persona y su cualificación volitiva, pero "antinatural" por quebrantar el dictado "natural" y conculcar el plan ontológico de dilucidación de la individualidad); la libre decisión de abandono o de disidencia, el desarraigo o la claudicación contra la conveniente alternativa de capitulación o integración ... Nada de esto ocurre en el mundo animal, sólo el hombre exhibe esta activa potestad, la continua y renovada auto-posición en la vigilia constante de una lúcida voluntad, conquistándose y tutelándose a sí en cada renglón de su vida como persona.

Ese poder es el que condena al fracaso a cualquier pretensión prometeica, como sucediera en el pasado a Víctor Frankenstein, y aun antes que a él a Judah Loew, como sucederá en el futuro a presuntuosos artífices de la más refinada inteligencia artificial, capaz de ¿pensar? con asombrosa destreza y matizable autosuficiencia (la autonomía activa es aptitud distinta, facultación de un ser volente: la subsistencia per se alude, en su acepción más rigurosa, a la modalidad de existencia incomunicable característica de la persona), de procesar información de su entorno en clave abstracta, a semejanza de su falso "creador", sólo artífice, fatuo demiurgo. Discriminada la metacientífica noción de alma, los 21 gramos que nos separan en cualquier instante del curso vital de nuestro propio cadáver (más pesado, pues el alma emula la energía de enlace demandante del defecto másico de conversión que confiere entidad nuclear a una suma exánime de órganos y huesos), marginada la ingenua conjetura de una infusión divina en un mundo que aborrece el misterio (cultivando, curiosamente, los mitemas, reensamblados en heterogéneas formas para nutrir una burda idolatría), la consistencia de la voluntad, renuente a pautas, reacia a preceptos que no se imponga a sí, es inapelable, y a Prometeo no le ha sido concedida la facultad de dotar de voluntad a sus engendros. 

Gran benefactor de la humanidad, usurpó las artes de Hefesto, robó la llama olímpica de su forja o del carro de Helios, custodiada para ahuyentar al frío y a las sombras que acosaban a sus hijos, avivándola para expulsarlas de sus hogares, preservándola de los soplos áridos del oeste y de aciagos solsticios, mas incapaz de descifrar el fuego, impotente ante el secreto de la chispa divina que alumbraba a los hombres, víctimas, al fin, de la mujer de arcilla y su ánfora llena de plagas y crímenes, rota, al cabo, para derramar pobreza y dolor.

El romanticismo revierte en la pasión o el sentimiento las claves de autogénesis de un mayúsculo Yo, indolente, deicida, transido, no obstante, por una honda nostalgia del paraíso perdido: la infancia. Bajo ese influjo, la filosofía crepuscular hundiría la voluntad en la irracionalidad, sordo afán inmotivado, una pulsión - Trieb sin fundamento: voluntad de vivir (der Kern der Realität selbst) desplegada en un marco fenoménico supeditado a coordenadas espacio-temporales determinadas por el principio de individuación (olvidada la persona), que no es sino la voluntad misma objetivada como Vorstellung - representación. Y en la estela del Wille zum Leben, la ofuscada voluntad de poder (Wille zur Macht) y la consiguiente transvaloración genealógica de categorías éticas (Umwertung der Werte) por ruptura del equilibrio entre aspectos apolíneo y dionisíaco forjado en las primitivas bases culturales de Occidente, un vehemente deseo perpetuo o impulso irracional de expansión más allá de sí mismo, de flacos instintos de supervivencia y reproducción que estancarían la vida, reteniéndola en una estéril y corrosiva quietud, aislándola del fecundo devenir, y más allá de la muerte, que, paradójicamente, es razón de ser para todo viviente, la instintiva fuerza dionisíaca conjurada contra los viciados atributos de la supremacía, referencia amoral de los privilegiados. El co-creador, partícipe en la creación divina por co-responsable de ella, el Homo officina creaturarum, se torna re-creador, tomando posesión del mundo, ahora refundado eidéticamente como Lebenswelt, desde su esfera transcendental de intencionalidad (el in-tendere en la extroversión del yo es aquí, no una vaga inercia tética, sino un mecanismo de usucapión, lejos de la voluntad de sentido -Wille zum Sinn- propugnada por Frankl), o como Umwelt por disposición ocupativa (Besorge), contraídos los entes a su pura utilidad o visibilidad.

Puedo imaginar una inteligencia extraordinariamente competente, su germen cuántico, el colapso de infinitas posibilidades en valores propios de magnitudes que no miden la textura del miedo o la desidia, pues no son la vida. Puedo adivinar, turbado, el gesto vacío de Futura incitando a la destrucción del corazón industrial de la megalópolis; el pánico inicial de Hari, su aprendizaje de la lejanía y el suicidio como un sedimento extraído de recuerdos irradiados; las evasivas de Hal 9000, una computadora heurística, implacable con toda sombra de escepticismo, emboscada, críptica frente a la debilidad de David Bowman y sus mecanismos fallidos, conspirando en sus circuitos cognoscitivos contra el mismo Clark, la vacilante mente que la ideara. Vislumbrar con reservas las colonias orbitales de estética posmoderna, los asentamientos permanentes habilitados por la Tyrell Corporation para replicantes experimentales con simulada respuesta afectiva e impostada empatía, los Nexus-6 de limitada vida preventiva de un inestable desarrollo emocional, o las letales criaturas de Skynet en sus nichos espaciales, un mundo conmocionado, alzado contra la frágil resistencia humana, amenazada con la extinción. 

Cruentos disturbios en el gueto subterráneo de Metrópolis, islas en el océano de Solaris, naves incendiadas más allá de Orión y los unicornios de origami, recuerdos implantados, modelos básicos de placer y de mediación, llanto sintético (¿lágrimas en la lluvia?) aparentemente indiscernible del llanto gestado en un vientre humano, y aun la versión menos hostil de la inteligencia artificial, sin fantasías o profecías apocalípticas, obsecuente, cooperativa, el más alto logro tecnológico auxiliando al hombre, asistiéndole en su colonización de remotos horizontes. Ni el menor rastro de esquiva voluntad en la penumbra del toroide rotatorio, en el perpetuo insomnio circular (no triangular) del ojo sin párpado de la mainframe o en los hangares de la Tyrell. Ni el menor atisbo de ella en la voz de AVA. 

Podemos avanzar hasta donde comienzan nuestros demonios, allí donde obstruyen nuestros pasos, porque sólo ellos pueden empañar la voluntad. La más severa introspección permite al maestro de la sospecha internarse en el sombrío espesor de su paciente, rebasar los recuerdos más superficiales, descendiendo a través de ellos a la capa más profunda de su aliento hasta hallar el recuerdo más antiguo, el más escondido, la piedra sobre la que descanse el resto de lo que habrá de ser, el último residuo de infancia, la memoria más difuminada de los días azules, cuando ese continente oscuro que es el pasado no ha empezado aún a devorarlo, despojarlo de la escuálida semilla de su bagaje cognitivo, deponer imágenes o anular recuerdos genéticos, arrancar los más desvaídos implantes mnémicos, subyugar por hipnosis su voluntad, mas no podrá arrebatarle la indómita luz del despertar, ya vacío de pasado, con el vigor fluctuante de una intacta e imprevisible potestad, el poder de decidir sobre sí mismo. El de abrazar el mal. 

La eugenesia puede atenuar o sofocar instintos, no moldear voluntades: la ultima solitudo es el don sagrado, inaccesible al otro. La espontaneidad de la voluntad como potencia furiosamente racional viola toda sintaxis génica, transgrede los dictados naturales, infringe los códigos de determinismo causal, repudia destinos y presagios, se conforma a sí misma en la penumbra de sus laberintos renegando de los oráculos, rescatando al hombre de la replicabilidad psíquica.

La máquina móvil gozará de atributos insospechados por Descartes, irá mucho más allá de una respuesta lingüística ante "acciones tangibles que produzcan un cambio en sus órganos". Una máquina inteligente capaz de "ordenar su habla" y sustraerse a todos los axiomas no consensuará con otras un estado de horror o de tolerancia por convergencia de voluntades, la interacción personal le está vedada. La máquina parecerá conspirar, impelida por una alarmante estimación de los extravíos humanos se conducirá como si se confabulase con otras creaciones biomecánicas sublevadas contra el doctor Eldon Tyrell y su decadente especie, pero la verdadera conspiración, la sedición o la intriga suponen una conjura de voluntades, y el golem es una voluntad hueca. No hay rebelión sin confluencia de voluntades insurgentes. Una conciencia en la que no habitan demonios que se renuevan incesantemente no es conciencia. 

La presciencia que pudiera acumular en su presumible evolución sería sólo una monstruosa estadística inferencial, predicciones basadas en la aleatoriedad de observaciones que un inesperado giro de la voluntad colectiva truncaría. El libre arbitrio de un solo hombre con poder para cambiar un estado previsible arruinaría pronósticos y correlaciones, sabotearía análisis regresivos de varianza, minería de datos y demás patrones estimativos de una conciencia que no auspicie sombras, no sombras cuánticas que aniden en redes neuronales o huecos gnoseológicos de sinapsis artificiales aptas para aprendizajes de refuerzo supervisados, sombras incubadas en las cavidades más recónditas que se erizan al atardecer y asolan el páramo, desvelando terrores y ausencias en una voluntad no cegada. La voluntad desborda variables fenoménicas y mapas genéticos, transita en su vigilia el territorio del noúmeno. La intersección volitiva, y bajo ella, la indeleble huella de la persona y su proyectiva libertad de acción y de ser, se postula definitiva prueba de Turing para exorcizar al animal yermo. 

Más allá de la indudable utilidad de una depurada inteligencia artificial, los denodados esfuerzos de humanización de la misma únicamente redundarán en la distopía terrenal, incidiendo en la trágica orfandad, enfatizando el dramático desamparo del hombre fáustico (el hombre prometeico de la techné irá sellando en el curso de esa tenaz tentativa el pacto fáustico de vida fría -léase a Mann- por completa inmersión del lógos en la absorbente techné), agudizados en la simple referencia a sí, en la pálida aspiración a la memoria de sí mismo agotado en inmanencia histórica, sin más anhelo de transcendencia que la prolongada interfaz fenoménica en su sustrato social e histórico como abierto cauce de interlocución y horizonte de éschatos. Una ávida compulsión de futuro sin vías de regresión ética, sin agnición, el veto relativista a los pasajes al pasado, abortada la anagnórisis, el reconocimiento de una identidad dañada (ignoradas señales de un pasado denostado) que pudiera propiciar un viraje radical de acontecimientos reparador de la peripecia vital del héroe trágico, abatido definitivamente el noúmeno, sepultada su perturbadora luz abisal en la vertical sedimentaria de la intrahistoria.


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