EL VERDE GABÁN. Las mocedades de don Quijote (el Quijotillo), entrega 23, por Santiago Delgado



Mas, ya cumplido y cerrada mi deuda narrativa con el gitano Santiago, prosigo con mi hermanita. Escucha, amigo Sancho: particularmente, tenía aquella niña una fuerte afición a seguirme hasta las bardas del caserón nuestro. Yo, a últimos del verano y buena parte del otoño, me iba hasta la pequeña obra que de lindero hacía con la cortijada. Y me sentaba por fuera. A mirar el sol que desmayaba su luz por occidente. La primera vez que me descubrió –lo adiviné por su cara de triunfo y jadeo de correr y angustiarse– se sentó, en el suelo, a mi lado, si bien, algo separada. Respetó mi silencio hasta que recuperó su natural respiración, y me preguntó:

–Se está bien aquí, ¿verdad? Cuando yo sea mayor, tendré también un sitio mío, secreto.

Me sorprendió, y le respondí.

–Este no es un sitio secreto. Lo puedes hacer tuyo cuando yo no esté.

Hubo otro silencio largo, que le agradecí. Al final lo rompió ella:

–También, cuando sea mayor, me casaré con alguien como tú.

Esta vez me sorprendió. Giré la cabeza y la vi sonreír, mientras dirigía sus ojos a mí. Le gustó que la mirara. Era algo rubia, y sus descuidados cabellos – rizosos pero no mucho– le taparon la cara un instante. Cuando desaparecieron los mechones, seguía sonriendo.

Creo que yo también sonreí. Y me volví a mirar el sol, que ya casi tocaba la llanura lejana con su borde inferior.

–Cuando se meta el sol, ¿nos vamos? –preguntó.

–No, cuando se vaya la luz. 

Alzó la cabeza y miró alrededor.

–Nos llamarán a la cena.

–Entonces iré. 

Al volver, mientras andábamos hacia el caserón, me cogió la mano. No se la quité. Si nunca has tenido una hermana que te quiera, no sabes de qué estoy hablando.

En aquella cena, mi madre me dijo:

–Tienes que enseñar a Luisa las letras y los números, también la doctrina. Todo lo que sabes.

A Luisa se le iluminó la cara. Yo, por toda respuesta, le sonreí; a mi madre, claro. Luego seguí acucharando la sopa de carnero –aunque algunas otras, salpicón– que, como siempre, se cenó en la casa mía que me legaron mis ancestros.


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