EL ARCO DE ODISEO. Nieves Fernández, por Marcos Muelas

 



Todos recordamos a esa primera profesora que tuvimos en primaria. Con afán, nos mostraba el mundo de las letras y los números. A través de juegos y canciones implantaba en nuestros cerebros conocimientos que, tantos años después, aún recordamos. Nos cuidaba y educaba, a menudo más allá de su deber. Pero, las enseñanzas de nuestra profesora fueron aún más lejos, se llamaba Nieves Fernández y nos enseñó a matar al soldado invasor.

    En 1942, el archipiélago filipino, incluido la isla de Leyte donde vivíamos, fue invadido por las fuerzas niponas. Dentro del mapa del Pacífico, este archipiélago representaba una posición estratégica privilegiada. Con su posesión, Japón aseguraba el suministro de caucho y petróleo, tan necesario para su desarrollo bélico.

    Como en cada territorio ocupado por Japón, los habitantes de la isla de Leyte sufrieron los abusos de los soldados. La ideología de los japoneses estaba apoyada en el bushido, el camino del guerrero. No había lugar para la rendición. Por ello, menospreciaban a los enemigos que se retiraban de su lucha considerándolos menos que humanos.

    Pocos meses antes, el almirante MacArthur fue obligado a abandonarnos a nuestra suerte. Sin ninguna oposición, los japoneses se hicieron con las Filipinas, dejando patente su crueldad. Cuando tomaron nuestro pueblo pusieron en fila a varios hombres, todos arrodillados y con las manos atadas a la espalda. El resto fuimos obligados a presenciar la escena, mudos, asustados y, a la vez, dando gracias de no formar parte de los elegidos.  Eran injustamente acusados de faltas tales como no agachar la cabeza a su paso. Entonces, un oficial desenfundó su espada samurai, una katana, mientras anunciaba la sentencia de muerte. Se colocó tras uno de los prisioneros y descargó su arma hacia su nuca. Pero, en el último momento, detuvo su golpe a escasas pulgadas del hombre. Repitieron ese juego cruel en numerosas ocasiones mientras todos conteníamos la respiración aguardando el golpe fatal. Finalmente, el oficial volvió a enfundar su katana. Nos miró a todos con desprecio y con una sonrisa maliciosa anunció que por esa vez solo sería un aviso. Los prisioneros vivirían, pero pagarían su castigo en prisión.

Todos suspiramos aliviados mientras subían a nuestros vecinos y familiares en la parte trasera de un camión militar. Días más tarde, un niño encontró los cuerpos, no muy lejos del pueblo. Habían sido ejecutados el mismo día que se los llevaron. Sus cabezas cercenadas yacían en el barro, a merced de los depredadores. Enterramos los restos en secreto, sin atrevernos a comentar nada a los invasores. Esa fue una de las muchas crueldades que se repitieron durante años.

    Disfrutaban de nuestra humillación, recordándonos siempre lo poco que valían nuestras vidas para ellos. Por la noche bebían, tomaban a las mujeres y mataban a quienes se les antojaba, impunemente. Nos tenían dominados con el arma más poderosa, el miedo.

    Pero hubo alguien que no tenía miedo. Era Nieves Fernández, la maestra del pueblo de la que la mayoría fuimos alumnos. En secreto, reunía a pequeños grupos de ciudadanos, en su casa o en cualquier sitio alejado de las miradas de los japoneses. Su única arma era un pequeño cuchillo y nos enseñó como matar con él. 

    Nieves era una mujer de treinta y muchos años, delgada y no muy alta. La misma que años atrás me enseñó a escribir, ahora me mostraba como matar a un hombre.

Para ello, se colocó detrás de mí. Con su mano izquierda tapó mi boca y con su otra mano señaló una zona bajo mi oreja. Usando su tono tranquilo, como quien daba una clase de geografía, nos mostró donde clavar el cuchillo para conseguir matar a alguien de forma inmediata.




    De la teoría pasamos a la práctica. Salimos de noche, a hurtadillas, en nuestra primera cacería. Nos eligió a tres, que apenas hacía unos años habíamos dejado de ser niños. Estábamos aterrados, sabíamos que íbamos a morir. Pero Nieves no tenía miedo. Se movía con soltura entre la penumbra mientras agarraba con firmeza su cuchillo, el arma que teníamos para todos.

    Se acercó por detrás a un soldado nipón mientras la esperábamos escondidos tras una casa. Silenciosa como un gato, utilizó su cuchillo con tal precisión que el soldado no tuvo tiempo a reaccionar. Noche tras noche repetimos sus lecciones. Nuestro arsenal fue mejorando con las armas que quitábamos a los enemigos asesinados.

    Los japoneses enfurecieron y fueron cada vez más sanguinarios con el pueblo. Pero Nieves, lejos de rendirse, nos alentaba a seguir luchando, hasta el último de nosotros. Nos convirtió en hábiles guerrilleros y donde nos faltaba material para la lucha, Nieves lo suplía con ingenio. Nos enseñó como fabricar armas caseras, convirtiendo simples tuberías de metal en útiles pistolas.

    Sin quererlo, nos convirtió en la resistencia del país, y cada vez eran más los que querían unirse a nosotros. Aun así, apenas éramos unos milicianos mal pertrechados. En apariencia, un mosquito que luchaba contra un león.  Pero el simple picotazo de un mosquito se puede convertir en algo muy molesto, incluso letal.

    Durante dos años combatimos y resistimos contra las tropas de ocupación japonesas. En 1944 MacArthur regresó a las Filipinas y terminó de expulsar a los invasores. Los guerrilleros celebramos la llegada de los americanos y estos nos felicitaron por nuestra heroica labor durante la ocupación.  

    Para nuestra sorpresa, conocían la reputación de la capitana Nieves Fernández. Según los japoneses capturados, tal era el terror y el daño causado por ella que se había llegado a ofrecer una recompensa de diez mil dólares por su cabeza.  Toda una fortuna en aquella época.  

    Esperaban encontrar a una mujer de aspecto peligroso. Pero Nieves Fernández solo era una mujer delgada, con mirada dulce y tranquila, que nos observaba por encima de sus gruesas gafas mientras nos enseñaba lecciones que nunca olvidaremos.


Comentarios

Publicar un comentario