EL ARCO DE ODISEO. Las otras víctimas inocentes, por Marcos Muelas






Cuando pensamos en las plagas más mortales que ha sufrido la humanidad nos viene a la mente el azote de la Peste Negra que, en el siglo XIV, colapsó Europa. Ahora somos capaces de asimilar que un virus pueda terminar siendo responsable de una pandemia como la que sufrimos recientemente, y que éste acabe con un alto índice de la población mundial.

Textualmente, la palabra “plaga” es definida como la aparición masiva y repentina de seres vivos de la misma especie que causan graves daños a poblaciones animales o vegetales. Si desechamos el adjetivo “repentina”, podríamos estar perfectamente ante la definición de “ser humano”.

Desde que tenemos uso de razón, sabemos que el ser humano creó la guerra, convirtiéndose en su propio depredador natural, acabando con miembros de su propia especie sin ningún remordimiento. Cuando un conflicto bélico estallaba, dos bandos se enfrentaban sumergidos en batallas en las que ambos grupos se mataban entre sí. Pero, estos individuos no iban solos a la guerra. Muchos de ellos acudían al combate sobre corceles, que al igual que sus jinetes, sangraban y morían ajenos al casus belli.

Poco se habla de los animales, víctimas inocentes de los conflictos, eternos olvidados. Volvamos a Londres, año 1939. La guerra había regresado a la isla y los habitantes, con el anterior conflicto aún en sus retinas, decidieron tomar medidas difíciles y extremas. Ninguna ley les obligó a hacerlo, pero tan solo cuatro días después del inicio de la guerra, las colas ante las puertas de los centros veterinarios se hicieron interminables. Con serios semblantes, los ingleses cargaban a sus mascotas en brazos esperando su turno.

Y no es que hubiera una pandemia que afectará a perros y gatos, sus dueños traían a sus mascotas sanas para ser sacrificadas. Hasta 400.000 mascotas tuvieron un prematuro final a manos de veterinarios. Los centros, que no estaban preparados para este afluente, pronto se quedaron sin los medios necesarios para dar ofrecer muerte piadosa. Pronto los cadáveres de los animales se amontonaron, esperando su turno para ser incinerados.

En tiempos de paz, nos cuesta creer que tal salvajada sea posible. Pero debemos ponernos en la piel de los ingleses. Recordemos que, apenas veinte años atrás, los ingleses habían padecido la Gran Guerra, y conocían las consecuencias que habían sufrido sus mascotas. La comida escaseó y apenas tenían para alimentarse ellos mismos. Además, en caso de evacuaciones o traslados de la población, no les dejarían llevar con ellos a sus queridos amigos peludos. Así, queriendo ahorrar las miserias de la guerra a sus queridas mascotas, tomaron tan difícil decisión.

Todo esto sucedió durante la primera semana de la Segunda Guerra Mundial, un hecho que tras cinco años de horrores, quedó prácticamente olvidado. Algunos dueños optaron por abandonar a sus mascotas, creyendo que así les daban una oportunidad. Esta práctica fue duramente criticada, ya que muchos de ellos conservaron a sus mascotas, y como miembros de su familia, fueron evacuados y compartieron la suerte de sus amos. Algunos incluso, murieron junto a sus familiares humanos bajo los bombardeos. Otros más afortunados sobrevivieron a la guerra. De una manera u otra, estuvieron juntos hasta el final.

Durante las siguientes semanas de la guerra continuaron los sacrificios, hasta llegar a la triste cifra de 700.000 víctimas. Al finalizar la guerra se probó que los sacrificios habían sido exagerados. La situación de Inglaterra en lo referente a suministros no llegó a ser tan dramática. Los dueños de las mascotas sacrificadas protestaron contra el gobierno por haber creado la falsa historia que los condujo a la masacre.

En contrapunto, encontramos héroes como la sociedad Battersea Dogs and Cats, una protectora animal que rescató a muchos animales abandonados por sus dueños durante ese periodo. Gracias al apadrinamiento de Nina Douglas, duquesa de Hamilton, se crearon santuarios donde cientos de miles de mascotas fueron cuidadas durante años. También cabe mencionar a los animales que fueron utilizados para la guerra, forzados a participar en el conflicto. Caballos, elefantes y camellos transportaban a hombres y provisiones, las palomas llevaban mensajes; los perros seguían a los enemigos y protegían a las tropas. En ocasiones, se enfrentaron al cruel destino de inmolarse en los ataques contra los tanques.

Las mascotas inglesas no fueron las únicas víctimas del conflicto. En los zoos de otros países en guerra, no corrieron mejor suerte. Animales salvajes y venenosos fueron sacrificados sin piedad. Se temía que alguna bomba acabara liberándoles y como resultado acabaran atacando a la población civil. Otros, menos peligrosos, como elefantes o cebras, caerían bajo el efecto de bombardeos o aniquilados por hambrunas, encerrados en sus jaulas.

Pero, también hubo supervivientes que serán recordados como especiales. Es el caso de un caimán nacido en Misisipi. El ejemplar, antes de la guerra, fue donado al zoo de Berlín cuando apenas era una cría. A finales de la guerra el zoo alemán fue bombardeado por los aliados y sus ocupantes dados por muertos. Pero de alguna forma, nuestro protagonista consiguió sobrevivir y durante años vivió entre las ruinas del zoológico, ajeno al destino de la ciudad. Tras la ocupación los ingleses lo encontraron y decidieron que no podía seguir malviviendo entre los escombros. Los soldados británicos lo rescataron y decidieron regalárselo a sus camaradas rusos.



El caimán Saturno



 Finalmente el caimán fue enviado como trofeo al zoo de Moscú, donde se le bautizó como Hitler, un nombre inmerecido para el inocente animal. Por fortuna, optaron por cambiar su nombre por otro más apropiado, Saturno. Este tuvo una buena vida y fue toda una atracción para los visitantes del zoo hasta que falleció a muy avanzada edad, en 2020. Esperemos que los últimos años de Saturno fueran felices, olvidando los recuerdos de esa guerra que le tocó vivir.

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