Rosas para recordar, por Gedi Máiquez



El tedio de las largas tardes de verano era interrumpido a veces por mi abuela Rosa. Su nombre hablaba de ella, de la sencillez en el habla y en sus gestos sin ornamentación, de ese olor a limpio que aun recuerdo en su ropa, como si con ese gesto quisiera rebelarse ante toda la suciedad y oscuridad que había rodeado su vida. Ella también tenía espinas, esas que sobresalían de su corto tallo recordando a las rosas de Mendel. Sus espinas habían crecido alimentadas por el dolor, por la temprana pérdida y por los sueños truncados de su juventud. 

Su carácter era seco como el camino de tierra que rociaba todas las tardes en un ritual hipnótico que yo aprendí a hacer de tanto observar. Sentada a la puerta de su casa, en el primer escalón y moviendo mis piernas haciendo un baile imaginario, le pedía con curiosidad de niña silenciosa y observadora que me contase más historias de ese terrible monstruo que entró en sus humildes vidas para cambiarlas por siempre, no había conocido algo más terrible que esa guerra que se lo arrebató todo.

Esas tardes eran de pintar macetas de colores vistosos que adornaban el patio de la casa de huerta donde vivía, para ello me daba un pequeño cepillo de dientes desgastado y que yo con empeño pero con cuidado introducía en el color azul, pensaba que de esta manera iluminaría con una sonrisa el castigado rostro de la abuela. 

 Sus plantas recibían todo el mimo que a veces le costaba dar a los demás, pero yo sentía su amor hacia mi. En el tiempo que pasaba conmigo, en sus palabras afectuosas, en la manera que tenía de cepillarme el pelo y la forma en la que me contaba sus desgarradoras historias.Quizás nadie la había escuchado como yo lo hacía, sin juicio, con más asombro que tristeza, un alma limpia escuchando para que ella sanara la  herida.

La  guerra se llevó a tu abuelo, contaba apenada, yo estaba embarazada de tu padre y así nació, con la incertidumbre que trae la ausencia. Aprendimos a guardar silencio para sobrevivir al hambre y al miedo, ese que te mantiene con los ojos abiertos y los puños cerrados, a reconocer el pánico  y a no saber si ese día iba a ser el último, si seriamos la compañía de tantos que se iban  y no  volvían. La abuela siempre terminaba con la letanía que se había apropiado de toda una generación, la guerra fue mala, muy mala, pero lo que vino después fue  peor para los pobres. Entonces su mirada  se perdía en el recuerdo y en nuestro cómplice silencio dábamos pinceladas de color a la vida que le tocó vivir.


Todo lo que ella sembró en mí quedó latente durante décadas y así la vida me llevó donde pertenecían estas historias.

 Me encontraba a casi tres metros de profundidad. De rodillas limpiaba con pinceladas suaves los restos del cráneo que posiblemente había sido perforado por el impacto de una bala. La persona que allí yacía desde hacía 80 años presentaba una dentadura donde claramente se distinguía un esmalte rosado causado por una muerte traumática. Mi mano se movía con destreza y mi mente me llevó a esas tardes de verano con la abuela cuando los pinceles daban color azul a la vida gris. Gris como la del individuo que yo trataba de exhumar con toda la delicadeza que era capaz, como si con ello quisiera suavizar ese dolor que yo percibía en esa fosa, ese mismo dolor que yo había visto en la mirada de la abuela Rosa cuando pensaba en el abuelo.

Junto a él esperaban más personas, todas ellas con características parecidas, con historias parecidas, con dolor parecido. Bajo él esperaban a ser exhumados más restos, con su mismo drama y con sus familiares al borde de la fosa, ahora las lágrimas eran de una emoción contenida. En la de al lado esperan decenas, y en la contigua y así cientos de ellas que albergan a miles de personas asesinadas sin piedad.

Desde hace tiempo a ese dolor mitigado le acompaña una pasajera serena, la esperanza de devolver la dignidad a tantas historias anónimas, la esperanza de restablecer una memoria enterrada en el odio más irracional, porque la mayoría de nosotros no sabemos quienes son, no sabemos sus nombres, pero si los conocemos, son nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos que un día le arrebataron la vida para ahora nosotros, 80 años después, poder sacarlos de la oscuridad del olvido.



TRISTES GUERRAS


Tristes guerras

si no es amor la empresa.

Tristes,tristes.


Tristes armas

si no son las palabras.

Tristes,tristes.


Tristes hombres

si no mueren de amores.

Tristes ,tristes.


Miguel Hernández (1910-1942)

Comentarios

  1. Sublime, nada más que añadir

    ResponderEliminar
  2. Bello relato de una triste etapa española. Enhorabuena.

    ResponderEliminar
  3. Mi querida amiga, me has emocionado con tu triste y bella historia. Lo dicho, que suerte tuve de encontrarte en mi vida. Enhorabuena y continúa expresando esos recuerdos y sentimientos tan arraigados en ti. Luchadora sin cuartel.

    ResponderEliminar
  4. Muy bueno. Felicidades

    ResponderEliminar

Publicar un comentario