ESCRITOR INVITADO, Sociedad compartida, por Juan Ángel Sánchez


La vida es una soledad compartida. Después de tanto trastorno epidémico esta sentencia cobra aún más sentido. Llevamos unos años en los que nos han obligado a hacer justo lo contrario a lo que nos define como seres humanos: aislarnos, desconfiar de los demás por temor al contagio; nos prohibieron tocarnos… nos prohibieron tocarnos. Ni los animales pueden vivir sin contacto físico.


Pero, ¿Cuánto hemos aprendido? 


No nos deben engañar los “supuestos” políticos actuales que usan un discurso de enfrentamiento para ganar votos, y no con el fin que les auparía a lo más elevado de las profesiones (tal y como sostenían los griegos), que sería —y en algunos casos es— dar un servicio público que ayude a convivir. Muchas veces me pregunto por qué intentan cambiar políticas justas, por leyes que crean odio y enfrentamiento. La respuesta parece clara: no gobiernan por el bien común; la mayoría lo hace para que les voten y así aferrarse al poder y al reconocimiento. Afortunadamente la gente es mucho más inteligente, ya no se creen nada de lo que nos cuentan, y dan más importancia a compartir momentos con sus allegados que a pensar qué se van a inventar mañana para amargarnos la vida. 


La lección es obvia: vivir como seres humanos es compartir lo que pensamos. Nuestra salud física y mental depende de nuestras interacciones con los demás, y aquí estoy mucho más de acuerdo con las religiones que abogan por el perdón y aceptación del prójimo que de la política de indignación constante que nos machaca diariamente en los informativos. 


El principio y el fin está claro, pero lo curioso es que lo único que importa es lo de en medio; distraerse de la vida para no habitar en un infierno o simplemente, no subsistir para sobrevivir. Hay una frase de una canción de Bunbury que define exactamente lo que quiero decir: “Que no interrumpa lo cotidiano mis pensamientos”. Distraerse de la vida. Es una alabanza a los pequeños y mejores placeres de la vida, (poder pensar sin problemas que nos amarguen), a las virtudes hedonistas. Pero cuando digo hedonismo no me refiero solo al placer físico; también está el mental de tener un pensamiento que creemos brillante o admirar la obra de otro que nos aporta elevación.


Y para todo esto existe afortunadamente la cultura, y con cultura me refiero a apretujarnos para ver a alguien que se ha estrujado el cerebro para ofrecernos algo que nos distraiga o nos emocione con un cierto talento. Es la mayor distracción de la vida. Nos eleva y hace pensar que el ser humano es grandioso, que es capaz de crear obras capaces de evadirnos de ese pensamiento existencialista que suele ser una tortura (aunque creamos que lo dejamos atrás a los dieciséis años, sigue dentro de nosotros).


No hay persona que resista sin cultura, ocio y entretenimiento. A todos nos gusta algo: pasear, escuchar música, beber en un bar con amigos y decir gilipolleces o charlas repletas de verdad delante de un café y un cigarro…


Abogaría porque nos toquemos, nos respetemos, no tengamos en cuenta cualquier ofensa tonta que alguien nos pueda infligir; puesto que la salud en general de la sociedad pasa por un aseo mental en el que no cabe el resentimiento ni el rencor (que hace mucho más daño al que le da vueltas a la ofensa que lo que esta nos pueda hacer realmente). Quitando la agresión física o el terrorismo psicológico —que eso son otros derroteros— , las palabras o las putadas que nos puedan hacer, se combaten con diálogo interior; ese que tenemos en nuestra soledad cerebral y que marca lo que sentimos, odiamos o queremos. Ese pepito grillo de nuestra cabeza al que llamo soledad y que nos puede salvar de este puto mundo o hundir en mierdas inmundas. Lo opuesto a comerse la cabeza (que en muchas ocasiones solo sirve para eso) es lo compartido, que nos descarga de pesares. Ese amigo que te hace reír a carcajada limpia; esa mujer que te hace soñar, o ese saludo a un amigo desconocido que te da los buenos días y parece transmitirte telepáticamente… “Hola, este lunes es una mierda, pero estamos en el mismo barco y te doy mi sonrisa, porque el peso que llevamos en nuestros hombros, al compartirlo… es más liviano”.


Por esto, la vida es una soledad compartida.

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