CRONOPIOS, las vidas de Verónika, por Rafael Hortal



Muchos años después, sentada desnuda en el taburete de su cocina, Verónika Buendía recordaba su infancia en Macondo, al tiempo que se servía un vaso del tetrabrik de arándanos que sacó de un gran arcón frigorífico. Atrás dejó la pobreza de su tierra natal para codearse con las estrellas de California. Su verdadero nombre era tan secreto como su edad, ya que hace un par de años decidió quedarse en los 40. Su nuevo ático en un lujoso barrio de Los Ángeles tenía una decoración minimalista, todo era luminoso y pulcro. Desde la cocina contemplaba el musculoso cuerpo de un hombre desnudo sobre el gran sofá blanco del salón, cuando unas gotas de líquido se derramaron por la comisura del labio, el hilillo rojo siguió su curso hasta el pezón erguido.

La noche había sido muy larga tras la cena que el fornido Peter había preparado. Los sabores exquisitos, la luz tenue y la música Chill Out encendieron la pasión, concretamente en el gran sofá blanco donde ahora permanecía inmóvil, y que había servido para adoptar casi todas las posturas del Kamasutra.

Estaba amaneciendo, los primeros rayos del sol se filtraban por las finísimas cortinas de lino. Decidió comer algo antes de darle otro asalto al macizo cuerpo del salón.


Verónika sabía cómo mantenerse en forma, su cerebro necesitaba mielina; conocía muy bien las vitaminas del grupo B para mantener sus nervios ágiles y sus reflejos “a flor de piel”. Al abrir la puerta de la nevera, la luz iluminó su cuerpo desnudo; sabía que alguien podría verla a través de la ventana abierta de la cocina, eso le gustaba, es más, tenía controlado al vecino que la observaba diariamente con un telescopio, ahora estaría disfrutando como loco al ver su esbelto cuerpo y su larga melena pelirroja potenciada por la luz lateral de la nevera. Con un dedo recogió el zumo de su pezón y lo saboreó entre sus gruesos labios rojos. Había investigado a su vecino voyeur, era un joven informático que pronto se convertiría en su próxima víctima, después de que le instalara su nueva impresora 3D para alimentos, por supuesto. La primera ráfaga de aire de la mañana la estremeció y se acarició el cuerpo, sus manos recorrieron los pechos sin rastro de zumo y bajaron al pubis estirando el vello incipiente, comprobó que ya había crecido demasiado para su gusto y tendría que volver a depilárselo.

Cogió una cazuela cubierta con un paño húmedo y la llevó a la mesa, bajo el paño, los cubitos de hielo le trajeron recuerdos de su pueblo, un lugar inhóspito al que nunca volvió, pero donde comenzó su pasión por las novelas de vampiros… y sobre todo de vampiras, como Carmilla, la primera vampira lesbiana o Vampirella, su heroína favorita. Su voz privilegiada con un exótico acento cotizaba alto en las empresas de doblaje cinematográfico. Gracias a la dulzura de su timbre de voz tan sensual, engatusaba a sus presas y, cuando la veían, se rendían a sus pies, porque era reconocida como una de las modelos más elegantes de Hollywood. Su vida pública era seguida por miles de admiradores que no se perdían sus selfis en Instagram poniendo cara de chica amable o mostrando sus elegantes vestidos o minúsculos bañadores. Pero como dijo García Márquez: "Todos tenemos tres vidas: la vida pública, la vida privada y la vida secreta".   




Carmilla, de Sheridan Le Fanu (1872)


El hombre atlético que ahora estaba en el salón había sido su esclavo sexual durante el fin de semana, era un chef famoso que le cocinaba los platos más exquisitos entre fogosos encuentros sexuales, pero pronto lo reemplazaría por su nuevo objetivo: el informático voyeur.

Bajo los cubitos de hielo estaban las ostras vivas, ricas en mielina y zinc, fundamental para la coagulación de la sangre y para la producción de testosterona y esperma. Cogió un cubito y lo deslizó por un brazo del chef.

—Despierta cariño, vamos a desayunar —le susurró al oído con su mejor modulación.

—Verónika, estoy exhausto —le dijo como halago mientras se incorporaba del sofá.

—Soy Vampi, recuerda. Para ti soy Vampi.

—Vale, Vampi, seguimos en modo teatral, ¡mira que te gusta!

—Quizá en otra vida fui vampira, hasta es posible que me esté convirtiendo en una auténtica… entonces te morderé, ¡jajaja!

—¿Más aún? ¡Mira cómo me tienes! —señaló su pene semi erecto—. Tus felaciones no tienen fin.

—Vamos a la cocina, las ostras son buenas para la producción de semen.



—¿Pero tu papel en esa obra no es de vampira de sangre? ¿Acaso te estás preparando para ser una vampira feladora?

A Verónika le gustaba interpretar el papel de la vampira Vampi en su vida privada; pero no estaba ensayando para el teatro o el cine, como les hacía creer a sus amantes. Acostó a Peter boca arriba en la mesa de la cocina, abrió las ostras y las colocó sobre el cuerpo de él. Antes de lamerlo y absorber las ostras cerró la ventana, el vecino voyeur ya tenía su dosis diaria —pensó— y así lo dejaría con ganas de ver más.  

Entre besos y caricias le dio a comer las ostras para que su boca segregara más saliva con sabor salado; con su cariñosa y sugerente voz le indicó que cerrara los ojos e imaginara el ruido de las olas, se colocó en cuclillas sobre su cara para ofrecerle su ostra más preciada, una ostra con una perla engarzada en el anillo de oro que pendía de sus labios. Sólo los elegidos para su vida secreta podían verlo y catarlo, pero jamás podrían vivir para contarlo.


                                                                                                 Continuará.






Vampirella, de Forrest J. Ackerman (1969)


Comentarios

Publicar un comentario