Los ecos del tiempo, por Isaac David Cremades Cano




No teníamos radio… mi padre nos la tenía terminantemente prohibida. Ni siquiera a pesar de sus largas ausencias, logré convencer a mi madre de no privarnos de esa caja encantada, receptora de sonidos lejanos. Me la imaginaba como una ventana confidente, que podíamos ocultar en la oscuridad del fondo del armario durante sus cortos permisos. Ella, en cambio, temía esa máquina diabólica incluso estando apagada y sentía verdadero pánico solo de imaginar ese susurro cercano, resultado de recibir adecuadamente ciertas ondas electromagnéticas. Todas sus noches, antes de concebir el sueño, creía escuchar de nuevo ese leve balbuceo, provocador de peligrosas sospechas que provenían de esos apartaros: “Vive la France libre dans l’honneur et dans l’indépendance!”

Aterrada, los recuerdos de aquella detención en el apartamento del quinto piso la invadían y, en su cabeza, resonaba sin cesar una misma pregunta: ¿Quién habría podido sospechar de los amigos del querido doctor Dugoujon? La ansiedad e impotencia aceleraba de repente el latido de su corazón, que parecía imitar el enorme estruendo producido por las botas de los milicianos mientras subían las escaleras del edificio. Golpeando los peldaños de madera, primero un trote lejano de unas diez personas que se acercaba rápidamente, para luego alejarse con la misma velocidad hasta detenerse. Aún podía sentir en su pecho la vibración del enorme batacazo de la puerta al caer, rendida a las patadas de esos jóvenes. Los gritos se unían al ruido producido por el forcejeo. Unos golpes secos dan lugar a un pequeño silencio, que se interrumpe con los ruidos de pasos regulares abandonando el lugar. Unos simples ruidos bien reconocibles se convirtieron en fuente de inspiración de su peor pesadilla. Su subconsciente había transformado ese ritmo de pasos en el sonido del disparo de ametralladoras, que se acercan amenazantes pero que pasan de largo; el batacazo de la puerta, en la caída de un obús estrepitosamente a muy corta distancia, produciendo un ensordecedor silencio final, en la inevitable quietud tras abandonar la vida.

Para mi madre, tampoco la música era santa de su devoción. En vano, Navidad tras Navidad, yo rogaba en voz baja como ordenaba mi madre: “Toda oración de buena cristiana debe ser un susurro humilde al oído de nuestro Señor”. Rezaba con todas mis fuerzas por obtener como regalo un tocadiscos. Uno como el que tenía el abuelo en la casa de vacaciones y que animaba las templadas veladas veraniegas. Aún hoy, cuando mis oídos intentan reproducir la sensación de esas cálidas ondas, que acariciaban mi alma mientras giraba la negra pizarra, la imagen de ese gran perro blanco, mirando fijamente la bocina del tocadiscos, interrumpe esos maravillosos recuerdos sonoros. En cambio, si para mi madre todo era pecado, la música constituía la antesala y podía fácilmente corromper mi joven alma. El mero hecho de escuchar la palabra swing, término que designaba esos nuevos aires melódicos traídos por los aliados, la ponía pálida. Tanto la perturbaba que me condenó a un silencio más acusado y profundo, no permitiéndome, desde el instante en que pronuncié ese anglicismo leyendo ese dichoso anuncio publicitario, seguir con mis lecturas en voz alta. Al vivir privada de radio y de música, puso fin a esos momentos que resultaban una terapia personal. Se desvanecía otro estímulo sonoro más, una de mis pocas armas frente a estos momentos inciertos, con medio país ocupado por las tropas alemanas y el resto en manos del Mariscal Pétain. Ya no pude volver a escuchar mi propia voz con la que conseguía, a través del discurso prestado a aquel periodista, romper la mudez de la habitación. Me divertía mucho más con ese juego de ecos que con la información contenida. La afonía de los inertes muros desaparecía al percibir que esas palabras ajenas invadían todo el espacio, para revotar ágilmente y volver a mis oídos, llenando ese inmenso vacío de lo cotidiano, sin ritmo, sin acordes, sin armonía.



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Gracias a Dios, la lectura era bien apreciada por mis progenitores. Durante el día, leía los clásicos evadiéndome a mundos lejanos, a épocas diferentes, a diversos lugares. Las noches, las reservaba a un mundo más cercano, a una época más reconocible y a lugares familiares. Era el momento propicio para devorar el último número de la revista Match, que había dejado mi madre olvidado junto al sofá antes de irse a la cama. Otras noches, en secreto, intentaba descifrar aquellas raras viñetas del periódico humorístico Guignol, que fueron despertando en mí una curiosidad creciente por un término que me infundía respeto, resonando en mi cabeza con una profunda rotundidad: politiká, politiká, politiká. Las últimas dos sílabas de esta palabra marcaban un ritmo dispar que, en ocasiones, rompía el silencio de madrugada, resonando por el techo del apartamento. ¿Qué sería aquel “ti-ká”, “ti-ká”, “ti-ká”? Me evadía imaginando que podía seguir esos extraños pasos que provenían de la izquierda del techo de su dormitorio alejándose y, tras escuchar el sonido lejano del agua de la bajante, se acercaban de nuevo con esa peculiar cadencia hasta detenerse por completo.

Afortunadamente, las postales del abuelo y las cartas de papá, así como los panfletos que encontrábamos en el buzón, se sumaban a mis lecturas clandestinas. Las imágenes de lugares familiares contrastaban con los destinos exóticos a los que papá estaba destinado. En mi retina quedaban, justo antes de conciliar el sueño, recorría esos lugares en sueños, viajaba lejos a través de otros ojos, conseguía atravesar esos cuatro muros, pero nunca oía nada... mis sueños estaban desprovistos de todo sonido y yo condenada a tener una vida sin banda sonora.

Muchos años después, me doy cuenta de que los recuerdos de esa época incierta de la Francia Libre, los más arraigados a la memoria traumática de esos años, están asombrosamente asociados al medio acústico, como le ocurría a mi madre cada noche tras las detenciones. No se trata de imágenes, tampoco de olores o sensaciones, son simples sonidos que no he logrado descifrar hasta mi ya avanzada edad. Equivocada pensé que esas experiencias “acústicas” eran banales e irrelevantes… sin embargo, ese susurro al que tanto temía mi madre desde aquel verano de 1940, era la voz del General de Gaulle emitida por la BBC llamando a los franceses a la resistencia tras la ocupación nazi. Fue ese mismo discurso radiofónico el que delató a los chicos del quinto. Los reconocí años después en una foto publicada en memoria de jóvenes lyoneses que formaron parte de la resistencia. Esos rostros sonrientes aparecían en el cliché junto a un apuesto señor con sombrero y larga bufanda llamado Jean Moulin. Aunque, lo más sorprendente, me ocurrió hace unos días al descubrir, viendo un documental en Arte, el verdadero sentido de ese ritmo misterioso que recordaba escuchar en mi juventud de madrugada. Se trataba del cojeo de la espía americana Virginia Hall, primera mujer a formar parte de la CIA, quien consiguió sacar de sus casillas nada más y nada menos que al nazi Klaus Barbie.

Si soy enteramente consciente de que un silencio más profundo irremediablemente se acerca, me emociono y regocijo acostada, cerrando los ojos, disminuyendo mi respiración al máximo, con la intención de concentrar todos mis sentidos en uno. Rememorar lo oído y desvelar lo silenciado me permite seguir sintiendo o, más bien, seguir disfrutando de sentirme viva, compartiendo mis experiencias con el resonar efímero de estas, mis palabras.









Comentarios

  1. Precioso Isaac!! Siempre la lectura será una forma de evadirnos de esos momentos que no nos son agradables, así como la música que le prohibían a la protagonista. Un abrazo, eres un crack.

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  2. Emotivo y bien documentado. Muy buena descripción de todo lo que aquí se trata.

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  3. Me ha gustado mucho esta lectura. Trasmites tanto que me he teletransportado.

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  4. Isaac"ESCELENTE ,CLARO Y MUY BIEN ESCRITO.ERES UNA "MÁQUINA".SIGUE ASI.UN BESAZO.NISITA.

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  5. Isaac:PRECIOSO ,MUY BIEN ESCRITO Y MUY CLARO.SIGUE ASI.UN BESAZO

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  6. Muy bien escrito. Felicitaciones y gracias.

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