LOGOSFERA. La razón de mi existencia, por Isaac David Cremades Cano


En las noches de tormenta, mientras el cielo tintado de negro se deshace sobre la ciudad, dejando un aura transparente y brillante alrededor de las farolas de la calle, pienso en mi padre. La parcial oscuridad se ve interrumpida bruscamente por los relámpagos, el silencio, roto por las gotas que golpean ansiosas sobre el cristal de la ventana y por los truenos, inundando de solemnidad este acto ritual: una especie de ceremonia minuciosa, a la vez que evocadora, con la que consigo consolarme de sus largas temporadas ausente.

De puntillas, voy hasta el salón, evitando pisar sobre las tablas que ya bien conocemos, mama y yo, por emitir un crujido delatador. Muy lentamente, me acerco a mi aliado taburete con el fin de ganar altura para alcanzar esa pequeña caja de cartón que, despojada de su contenido original, mi padre reutiliza como una especie de cápsula de tiempo. Es fácilmente reconocible por esas letras plateadas, Vélin de Moirans, que destacan sobre un fondo gris, revelando una cierta armonía entre su función comercial y ese destino particular, que mi padre había decidido para aquel entrañable objeto. En efecto, si ahora lo usaba para conservar el correo recibido durante su juventud (1904-1914), su destino real era el de contener un cuadernillo de hojas de papel de alta calidad y unos sobres cuidadosamente agrupados en tres pequeños paquetes que, colocados en el fondo de la caja, sugerían los pliegues necesarios antes de emprender el viaje.

Ya en mi habitación, con la tranquilidad de no haber sido descubierta, una especie de complicidad paterna comienza a invadirme. Retiro la tapa de cartón y mi respiración se acelera de nuevo, el latido del corazón golpea mi pecho y creo sentir los ecos del yunque de mi imaginación, de sonoridad rotunda, mientras se forja este valioso secreto oculto a mi madre, que mi aliento se empeña en avivar. Postales, cartas y algunas fotos antiguas, ordenadas con esmero, conforman los ingredientes esenciales capaces de trasportarme a otros lugares e instantes. Tras el meticuloso examen, a veces hasta con lupa, de los indicios más evidentes, suelo repetir el mismo recorrido. Las coordenadas señaladas al margen derecho me permiten volver a dibujar tanto la trayectoria espacial como temporal, que consigo igualmente descifrar, no sin dificultad, del matasellos. Soy igualmente capaz de recorrer ese camino en orden inverso, con lo que consigo experimentar una sensación de libertad y, sobre todo, de omnisciencia. Así pues, aprovechando mi posición privilegiada de observadora y atenta lectora, me permito, en otras ocasiones, redimensionar la información haciendo una triple lectura. Primero recreo la realidad concreta descrita por el remitente, luego imagino las reacciones del destinatario frente a esa imagen plasmada en la postal y al leer esas letras trazadas con gracia. Por último, complemento toda esa información con mi propia conciencia. Pero, si la perspectiva cronológica me permite experimentar con estos saltos en el tiempo, sin duda alguna, lo que más me apasiona es seleccionar, según mi estado de ánimo, solo aquello enviado por tal o tal persona.

Hoy, la lluvia es fina y a penas relampaguea, la habitación está templada y aún persiste ese agradable olor a lavanda que se desprende del armario. Esa paz me traslada al pueblo de los abuelos, el aroma me recuerda a su boutique de telas. Entonces, el remitente de esta noche no puede ser otro que el único hermano de mi padre, a quien recuerdo sin dificultad detrás del mostrador, esbozando esa impecable sonrisa acogedora heredada de la abuela. Con poco esfuerzo, los rostros masculinos de ambos aparecen de repente en mi retina y, dejándome llevar, consigo integrarlos en las ilustraciones, grabados y fotografías del reverso de las postales. Deseosa ya de seguir con la mirada el trazo que forma esas palabras diferidas y planificadas, me dispongo a dar vida a lo inerte. 

Gracias a la postal más antigua, que constata la emancipación precoz de mi padre a una ciudad cercana, descubro a ese joven mozo de cuadra que cautivó la mirada de mi madre. A penas un año después, las coordenadas del destino revelan que se encuentra haciendo el servicio militar en el Departamento de Argel. Me maravilla el nuevo destino de la humilde misiva, un aleteo de palabras que sobrevolaron el mar Mediterráneo para luego volver, recuperar el aliento y revivir con el masaje de mi lectura. Al mismo tiempo, me apena el nuevo estatus de mi padre, que no es más que un preludio de sus abundantes ausencias. En efecto, poco tiempo después, ya es soldado de carrera y comienza a prestar servicio en el 1.er Regimiento de Infantería Colonial, rivalizando en compañías no solo militares. 

Me atrapa la idea de trazar una línea imaginaria entre sus destinos más extremos, vislumbrando un perfecto triángulo isósceles, cuyo ángulo más cerrado señala al este. El lado superior de su base se sitúa sobre la ciudad de Cherburgo, que corona Normandía frente al canal de la Mancha. El lado inferior, en Argelia, pasando sobre Marsella y cerca del fuerte de Barbonnet, mientras que el centro de la base coincide con la región donde nació y la cuidad donde vivimos. No obstante, es el punto más alejado el que inspira la fantasía que más me asombra, el Pekín del Regimiento Colonial 16, 7.ª compañía, donde ejerció varios años recorriendo esas latitudes asiáticas. Imaginando formas doradas sobre un fondo carmesí, consigo policromar la escala de grises de los clichés de esa época. Amarillos rostros exóticos comparten escena con mozos bigotudos uniformados, entre los que creo distinguir a mi padre entusiasmado. 

 

Las sinuosas formas superiores de este antiguo cliché ondulan mis deducciones, hasta llegar al fondo de la caja, donde encuentro el correo más reciente. Se trata de un condensado e inquietante mensaje que concluye la década encerrada en esta caja. Con matasellos de 1914, de caligrafía cursiva inclinada hacia delante y repleta de renglones casi abrazados, las palabras devoran no solo todo el espacio destinado al texto, sino también los márgenes izquierdo e incluso superior en sentido vertical. Si su contenido es aparentemente banal, tanto la perturbadora distribución, como la despedida estremecedora, aportan cierta información que se adhiere al hábil mensaje cifrado escrito de puño y letra por mi tío: “He colgado un crucifijo en la puerta de la boutique.” Esa sutilidad, al anunciar la inminente crecida de las hostilidades, me deja un instante sin aliento y, justo en esa ausencia de soplo, vuelvo casualmente a escuchar ese sonido de golpes desiguales, que me sigue desconcertando: “ti-ká, ti-ká”. La lluvia, que no consigue diluir ese misterioso ritmo, cae con más fuerza y, de repente, varios destellos de luz, seguidos de fuerte trueno, me sacan de este trance, consiguiendo interrumpir mis pensamientos más profundos, tensionados con fuerza por la proximidad y la distancia. Agotada tras recorrer mentalmente tales trechos, ejercitado este complejo experimento de alquimia, me dispongo ya a conciliar el sueño, tomando consciencia de que acabo de cultivar ese maravilloso arte de transformar el sufrimiento en amor. 

Me dispongo pues a introducir de nuevo todo dentro de la caja y, al colocar suavemente la tapa de cartón, el resto de aire contenido que se desprende emite un leve silbido. Como un triste último aliento, aunque acompañado de una suave vibración placentera en la yema de mis dedos, me surge la certeza de que debo mi existencia al desenlace de la Gran Guerra, anunciada ingeniosamente por mi tío. Mientras vuelvo a instalar cuidadosamente el valioso objeto en su ubicación, me percato de que este anhelado final supuso el regreso de ese joven soldado, superviviente convertido en sargento, brillante medalla en pecho y recompensado con un tan largo como fecundo permiso junto a los suyos, junto a mi madre.   

Por la mañana, desde mi ventana, percibo un Ródano enfurecido, coloreado de ocre y transportando grandes troncos y ramas que arrastra tras la tormenta. Sobre esas retorcidas formas fibrosas, mi padre, su juventud, mi tío, el pueblo, el canal de la Mancha, el lejano oriente, el sur de Francia, el amor ausente… la maldita guerra y, como resultado final e inesperado, una nueva vida que comienza a gestarse tras tanta destrucción. Sigo entonces con mi mirada esos trazos, esta vez acuáticos, que parecen cobrar vida. En ese mundo flotante de reflexiones alejándose rápidamente, empujadas por la fuerte corriente del tiempo, concluye mi ritual, no sin antes despertar saboreando esas últimas gotas del rocío matinal, alojadas sobre las hojas y adheridas al fruto de esta simbiosis inducida entre lo fantástico y lo epistolar.



Regimiento en Pekín

Comentarios

  1. Un relato conmovedor. Enhorabuena, Isaac.

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  2. Un relato lleno de sutileza, que enlaza maravillosamente recuerdos y sentimientos.
    El hilo conductor del agua, magistralmente utilizado de principio a fin.
    Espero con gusto el próximo relato.

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  3. Que bonito Isaac.Es muy sencillo y conciso.Un relato muy trasparente.Un besazo.Sigue así.

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  4. Un relato muy bonito. Enhorabuena Isaac.

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  5. Enhorabuena Isaac, me gusta tu estilo

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  6. Me ha parecido precioso el relato.

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