PUNTO DE FUGA. En la calle del Rocío, por Charo Guarino



“Veinte años no es nada”, cantaba Gardel en “Volver”, el tango compuesto por Alfredo Le Pera para la película “El día que me quieras”, que se estrenó en La Habana pocos días después de la muerte de ambos en un trágico accidente de aviación.  


Si veinte años no es nada, cuarenta son dos nadas. Como las dos nadas a las que se refieren Mario Benedetti y Francisco Brines, entre las que se encuentra, como un paréntesis, la vida. Entre dos nadas se titula precisamente uno de los poemarios del valenciano, al que se concedió el premio Cervantes 2020 poco antes de su muerte.


Con la nada me ocurre como con el cero. Se me antojan conceptos, más que difíciles, imposibles de imaginar. Me envuelven en vértigo. Igual que el adverbio ‘siempre’ o su opuesto, ‘nunca’. De tan absolutos se me atragantan. Recuerdo mi perplejidad en el colegio de niña cuando al aprender las tablas de multiplicar cualquier cantidad, por abultada que fuera, resultaba cero si se multiplicaba por ese circulito con apariencia inofensiva. Y luego aquella expresión despectiva coloquial, “multiplícate por cero”, que volví a escuchar años después en los Simpsons y que tan desagradable me ha parecido siempre. No obstante, colocado a la derecha no solo adquiría valor sino que aumentaba considerablemente el de aquel o aquellos a los que acompañaba. El cero podía pasar de la nada al todo, al infinito, de lo nulo al culmen, extremo pero relativo en lo absoluto de su concepto. 


Cuarenta años se cumplieron el 28 de febrero desde que mis padres llegaron a Murcia con mi hermana Manoli, la menor de sus tres hijas, para establecerse en Cobatillas, pequeña población pedanía de la capital, próxima al límite con la provincia de Alicante, en la Vega Baja. Toda una vida. El próximo 3 de julio se cumplirán las cuatro décadas para mi hermana Ana y para mí, que quedamos al cuidado de mi abuela materna en Sabadell por no trasladarnos a mitad de curso.

Ella, la yaya María, había repartido entre sus cuatro hijos el terreno que con tanto esfuerzo e ilusión había adquirido a lo largo de los años en su pueblo natal, del que tuvo que salir en la postguerra en busca de mejores condiciones de vida para su familia.


Recuerdo la expectación con la que se procedió al sorteo, las lágrimas de mi madrina, mi tía Maruja, cuando le tocó en suerte la parcela que precisaba mayor inversión porque al estar situada en alto la calle debía hacer construir un sótano sobre el que elevar la vivienda, su alivio cuando su hermano hizo con ella una permuta, los primeros planos, los cálculos, los proyectos…


Recuerdo como si fuera ahora mismo cuando llegamos en verano del 82, un año antes de nuestro traslado definitivo, y nos encontramos la casa “embastada”, y al abrir la puerta de la cocina que daba a un patio trasero, ver el terreno elevado casi un metro a un palmo de la misma. ¡La de capazas de tierra que tuvimos que mover niños y mayores en pleno estío murciano! El comentario de mi abuelo, de que abríeramos una puerta por el comedor para comunicarnos… En fin, recuerdos, que ayer, 21 de abril, en el 28 aniversario de la muerte de mi abuela María, se reavivaron con la venta de la casa de mi madrina, que, fallecidos mi madre y mi tío el año pasado con un mes de diferencia, ha perdido las razones que le quedaban para seguir emprendiendo, a sus ochenta cumplidos, un viaje de tantos kilómetros que durante estos cuarenta años ha sido obligado al menos cada verano. Toda la alegría de la llegada, muchas veces por sorpresa, y la tristeza y desolación de la despedida, toda la energía, las risas, los brindis de año nuevo, las comidas familiares compartidas, las confidencias, los abrazos, las vivencias y los momentos irrepetibles que han tenido lugar entre esas paredes, o en la calle, como las carreras de sacos y las sillas en la puerta en las noches de verano, con horchata, granizado o Baileys, de algún modo llegan a su final en el escenario físico y pasan al espacio utópico de nuestra memoria. La firma de la escritura ante el notario es el símbolo del cierre de una puerta, de un ciclo. Una suerte de despedida definitiva. 


Me visualizo, niña, trazando el ocho que siempre se me resistió. Me salía deforme, como un lazo mal hecho, y, cuando creía que no me veían, trampeaba juntando dos ceros. Hoy, con mi experiencia vital, pienso que mejor deforme, elongado, como el infinito, ese en el que cabe todo lo que siento, lo que comprendo y lo que no, porque es ilimitado, y, puestos a sentir vértigo, mejor de lo inabarcable que de aquello en lo que no tenemos cabida.





Comentarios

  1. Matemática+sentimiento = Lirismo puro. Gracias por por la ecuación.

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  2. Un texto bellísimo, profundo, introspectivo para a la vez universal. Un homenaje a la memoria, al amor, al recuerdo.

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  3. Mil gracias por apreciarlo ❤️

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  4. Precioso, Charo, es un tránsito universal, pero muy cercano, casi puede olerse el tiempo y el amor por la familia.

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