BERLÍN, 1945, por Concha Lavella



Mis patas traseras se doblan y mi corazón se para. Mi lengua es de metal y mis pulmones son puertas de acero. No le pude ver. A mi espalda, me abre la boca y noto un cristal romperse dentro.

Solo recuerdo crecer ahí, rodeada de hombres vestidos de negro. Sus botas relucientes. Una sola mujer que de vez en cuando me pega. Estoy magullada por los latigazos de Entrenador, así creo que se llama. Me lleva ropa militar para que la huela y me obliga a quererla o me vuelve a pegar. Lloro. Apenas veo, por los destellos. Sí que huelo a distancia. Solo sé que me alimentan y ando a cuatro patas.

Alguien, a lo lejos, me llama: «Blondi».

Me acerco y le miro desde abajo. Piel de animal. En sus ojos noto túneles vacíos, oscuros, mucha gente que muere, humo y un horrible olor a muertos quemados. Él se agacha despacio, me acaricia y sonríe con la mandíbula apretada. Me retraigo. Tengo miedo.

Cuando está conmigo no quiere estar con nadie más, por lo que siento. Soy una perra, no sé cómo son los humanos. Deben de ser como dioses o algo así. A mí me han traído a este lugar. Caminamos y él me habla en un idioma conocido. 

Yo creo que soy una pastora alemana. Voy creciendo y noto cada vez con más nitidez donde me encuentro, aunque aún no lo sé. En menos de un año ya tengo cachorros. 

No encuentro a mis cachorros, alguien los trae y los lleva. 

Me sonríe el del olor a muertos. Noto que es amable. No le conozco ni él a mí. Somos dos extraños que incluso duermen en la misma habitación. Cree conocerme. Lo veo en algunas fotos que nos hacen y me pasea ante una gran multitud de extraños. 

Solo soy una pastora alemana. No puedo irme, ni siquiera lo pienso. Está todo cerrado.

Bajamos dieciséis metros, ahora estamos bajo tierra y me siento mucho más encerrada. Mis patas traseras se doblan...


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