EL ARCO DE ODISEO. Otra vez en Japón VII, por Marcos Muelas
Osuke se asomó al vacío, pero no para mirar hacia abajo, pues quizá tal visión le haría echarse atrás en su misión. Sólo buscaba un poco de viento, una brisa que secara el sudor de su frente, y quien sabe, quizá una ventisca que disminuyera su inminente caída. Se subió a la barandilla y sus pies desnudos mantuvieron un precario equilibrio mientras aguardaba alguna señal. Le daba igual cuál fuera, ni siquiera tenía que ser muy clara. Tal vez el canto de una hermosa ave sería tomado como una buena señal, el pronóstico de que su misión sería un éxito. Eso le daría el valor para saltar. En cambio, el graznido de un cuervo sería un mal presagio, algo que le haría desistir, bajarse de la barandilla y volver a casa para que el destino decidiera por sí solo. Pero no hubo nada, ningún ruido ni señal que decantara la balanza en ninguna dirección. Debía de ser el propio Osuke quien decidiera su destino. Y así fue como el valiente, o imprudente joven, saltó al vacío.
Cuenta una vieja leyenda que aquel que salte desde el mirador del templo Kiyomizuidera cumplirá sus deseos. Existe para ello un acuerdo tácito, un pequeño detalle escrito con letra pequeña en este contrato: Para obtener tu recompensa debes sobrevivir a la caída.
Osuke sobrevivió a la caída, por si se lo preguntaba. Las ramas amortiguaron su caída y sólo se fracturó el coxis. Un precio muy bajo para tan arriesgada aventura. ¿Y obtuvo su premio? ¡Pues claro que no! ¿Qué edad tiene usted para creerse esas viejas supersticiones? El amor de la chica por la que se había jugado el cuello nunca fue correspondido, pero eso es otra historia.
Y allí estaba ahora yo, en aquel escenario, ocupando un palco real, cuyas vistas exclusivas parecían destinadas a los propios dioses. Hay dos fobias que tengo en esta vida y una de ellas me mantiene alejado de las alturas. Mi instinto de preservación me impedía asomarme sobre la barandilla, imagínense saltar. Además, ¿qué deseo podría pedir yo en aquel momento? Estar en ese mismo lugar ya me otorgaba todo a lo que podía aspirar. Había vuelto a la que era para mí una meta en la vida, y por tercera vez nada menos. No me habría importado que en aquel momento el verdugo me hubiera ofrecido un último cigarrillo y cinco minutos de vida antes de mi ejecución. Mis deseos ya estaban cumplidos.
El templo de Kiyomizuidera está construido con madera. Lo que más llamó mi atención la primera vez que lo vi, es que todas sus vigas están entrelazadas entre sí sin la necesidad de usar ni un solo clavo o tornillo. Y no es de extrañar, la madera japonesa es de muy alta calidad y los carpinteros locales llevan siglos demostrando su maestría. Desde aquel lugar, si giraba la cabeza a la izquierda veía una tupida vegetación, o al menos las copas de aquellos frondosos árboles. Y sobre todo, las hojas de los cerezos, que parecían nubes bajas hechas de algodón. A la derecha estaba Kioto, construida en su mayoría con los antepasados de los árboles que tenía a mi izquierda.
En el interior del templo me reencontré con esa atmósfera mística grabada a fuego en mi memoria. El olor a incienso y madera centenaria otorgaba esa paz que tanto anhelaba. Nos habíamos quitado los zapatos, como marcan sus tradiciones, para dejar todo el mal mundano fuera de aquel lugar marcado por la pureza. A través de mis calcetines podía sentir el frescor de aquella madera sin imperfecciones. Al pasar junto a una columna no pude evitar posar mis manos sobre ella. Su superficie era imperfecta pero suave, gratificante al tacto. ¿Sería el tronco de una de esas secuoyas, que tanto me apasionan, convertido en inmortal columna? ¿Cuántas historias guardaría aquel árbol? Ahora cargaba con gran parte del peso de aquel templo como lleva haciendo desde hace cuatro siglos.
Kiyumizoidera significa agua limpia, agua pura. No es un nombre puesto al azar, pues debajo del templo encontramos el origen de ese nombre. Del interior de la montaña manan tres chorros que discurren sobre los pilares de un pequeño templo de piedra. Los chorros caen desde el techo hasta una fuente. Allí encontramos unos cacillos metálicos con un mango largo a disposición de los visitantes. Cada uno de esos chorros de agua fresca ofrece un don: el de la derecha salud y longevidad. El del centro, amor, dejando al de la izquierda el éxito. La tentación obliga a beber de los tres, pero esta opción también tiene letra pequeña. Aquel que beba de los tres se considerará avaricioso y cualquier don quedará anulado. Eso dejaba una difícil decisión. Ni el amor ni el éxito se pueden disfrutar sin salud, pero una larga vida sin amor es más una larga condena que un regalo. Por fortuna, aunque la norma advierte no beber de las tres fuentes sí que permite hacerlo de dos de ellas. ¿Qué elegiría usted? Tomáramos la elección que tomáramos les aseguro que fue la acertada.
Y no era para menos. Estábamos en Japón, ya saben, el país de la tradición, lo espiritual y como no, los templos.


Comentarios
Publicar un comentario