Cuaderno de Naufragios XVI. El último lucio de Versalles, por Vicente Llamas.
"En cada una de las fuentes de Versalles hay un lucio que mantiene activas a todas las carpas; de lo contrario, engordarían demasiado y morirían [...] Sus víctimas rara vez le mostraron malicia, y cuando lo hacían, no era por mucho tiempo. Su veneno fue diseñado sólo para adherirse a la capa externa de complacencia y no para penetrar a través de las regiones del espíritu donde se infligen las verdaderas heridas".
He aquí una fábula fúnebre, un pasaje de las exequias que John Huston consagrara a la memoria de Sam Spade, devastado por un cáncer de esófago a los 57.
Hay que saber morir de eso, no es fácil atravesar la senda tenebrosa, golpear todas las puertas, menos la del cielo; emerger de Salem, burlando al diablo por invocación de la primera enmienda, para adentrarse en el sueño eterno, apenas sosteniéndose en unas onzas de carisma deshecho, extraído de un hotel en los Cayos de Florida, mientras la tormenta arrecia fuera. El duelo por Sam fue el comienzo de una guerra fría en los estanques de Versalles.
No, no es fácil ser lucio. Se necesita un hocico en forma de pico de pato, entre ciento diez y ciento treinta ínfimas escamas a lo largo de la línea lateral, tonos claros al acercarse al vientre y una buena provisión de sapos, aves y roedores.
No sólo Spade (los lucios no entablan sociedad, su política al respecto es muy severa), solitarios esócidos medraron en las aguas continentales del hemisferio norte en otro tiempo, voraces depredadores que cazaban al acecho, muy sensibles al entorno sus poros cefálicos. Hoy día casi extinguidos o perseguidos hasta el exterminio, declarados una amenaza para la conservación de la biodiversidad por su nocivo impacto sobre la ictiofauna autóctona, principalmente las carpas, claro está.
Informó Aleksandr Afanásiev a la Sociedad Geográfica Rusa del nacimiento de una temible lucioperca en el río Sheksna que infundiera el terror en los corazones de los peces locales. Ansiosos de una vida apacible (quién podría desdeñar el bienestar del país líquido, el dulce vaivén de la vida acuosa!), se internaron en aguas exhaustas, refugiándose en estuarios cuyos patrones de circulación se ajustaban estrictamente a diques concebidos para controlar inundaciones y desviar las mareas de mayor amplitud hacia valles fluviales ahogados de escasa profundidad, lejos del hambre implacable y el caos que sembrara durante años el viejo lucio, privado de aleta adiposa y de dientes en el maxilar, tan pronto se lanzaba en persecución de una presa, haciendo zozobrar los barcos, espantando a las doncellas.
En su huida, éxodo funesto, todos cayeron en la trampa del astuto pescador que los guiara hacia aguas pacíficas. A falta de lucios, semejaban una suculenta sopa en la que todos flotaban sin aparente conciencia de estar atrapados, pudriéndose en sus propios temores, la conciencia de ser sus ingredientes. Al cabo, el Sheksna se volvió un río yermo, perezoso, y el lucio se mudó a los gusanos, sobreviviendo míseramente de larvas de cabeza espinosa y esquivas ninfas de libélula que le obligaban a descender al cieno, impulsándose por expulsión repentina del agua a través del ano o las branquias cercanas al recto.
Los últimos informes sobre el Sheksna, sin embargo, anuncian una prodigiosa recuperación tras el pulso frío del hostil Esox. Las consecuencias ecológicas de la comunicación inmediata por la intrincada red de canales, ramificaciones y afluencias del río total permiten a las nuevas generaciones de colonizadores percibir acontecimientos y lugares distantes como si fueran escenarios y hechos cotidianos, ignorando u olvidando que las imágenes que sacian sus agitados sentidos han sido escogidas entre infinidad de contenidos discriminados por los descendientes del pescador para una adecuada “integración sensorial”.
Las carpas de los ríos primordiales, desagües del mar Negro o el Caspio que limpiaban a los hombres de sus partes mortales, descarnando sus almas para que pudieran abrirse camino hacia los dioses, vivían en procelosa vigilia, habitantes de un mundo primigenio construido desde sus certeros hogares entre rocas y lirios amarillos, rozados por ecos de aguas remotas o blandamente golpeados por rumores de sucesos lejanos.
Esas aguas fósiles de finales del Plioceno engendraron al salvaje ancestro de la carpa, que trepó por estaciones y huesos de crías mutiladas por el lucio (siempre igual a sí mismo, relevándose a través de las estaciones y los huesos), para ascender a los acomodados alevines que nunca contemplarán la furtiva silueta recortada sobre huecos hipantos, deslizándose sigilosamente por la orilla. La neotenia, una madurez que jamás se asienta, anidó en un laxo ambiente lótico en el que constantemente se entrecruzan todos los lugares y se enredan todos los tiempos, confluentes en una sucia espiral de desarraigo. A menudo predominan semblantes, expansivos sonidos de periferia, sobre la inquietud y los miedos inmediatos de los peces con los que conviven, aferrados a estadios infantiles dilatados más allá de los frutos de la penumbra.
La masiva difusión vuelve a suscitar comportamientos tribales, la trama de mutuas dependencias, la hiper-conexión y las expresiones de solidaridad e ideales compartidos son una mórbida máscara para sofocar la apatía de las aguas en las que se desvaneció la terrible amenaza. En ausencia del lucio, impera el relativismo entre barbos, tencas y carpas, la referencia universal del río es apenas un fantasma ingrávido, la inerte sombra de una quimera ausente cuya orfandad acentúa el feroz individualismo dentro de un régimen de igualdad social en el que la explosividad de un nimio acontecimiento no halla barreras que obstruyan efectos a enorme escala. La desvaída noticia de la quimera, su nombre impronunciable en la neo-lengua líquida de Oceanía, no anula su acecho.
Una carpa global puede ser tosca, de hábitos cerrados, no necesariamente un sofisticado animal cosmopolita que haya atravesado variedad de costumbres y sistemas de redes fluviales diseñados para captura jerárquica del agua, concentrada en un cauce troncal enlazado a componentes del paisaje, incluidos suelos y fuentes freáticas en el biotopo de atmósfera y océanos. Todas ansían ser protagonistas. Todo se vulgariza.
Como antes hiciera Afanásiev, McLuhan las observó después en su endeble teatro global, transfigurándose: “de la adquisición a la participación, del puesto de trabajo al juego de roles”... La uniformidad y la tranquilidad no son propiedades del nuevo río en el que la influencia del medio en la modificación del curso y funcionalidad de las relaciones es superior a la del mensaje (un simple cambio en la mediatización basta para distorsionar mensajes, convertidos en una ilusión que enmascara al medio). Pulsos subterráneos, desavenencias, máximos desacuerdos, aseguran la discontinuidad, preservan el mayor grado de división y diversidad entre sedentarios ciprínidos “bajo el aumento de las condiciones” de la aldea hidrológica.
Y barbos, tencas y carpas exhiben una depurada morfología hidrodinámica, aletas dorsales robustas, peces yugulares de hermosas aletas pélvicas, peces torácicos de vivos tonos, anatomías basadas en la displicencia y el narcisismo, no en la víspera del lucio, tan frágiles, paradójicamente, que no servirían para escapar de su ataque, almas branquiales tan industrialmente doctas como huérfanas (taylorismo académico) que añoran... Añoran, sin sospechar siquiera que lo hacen en medio de su letargo, al último lucio de las fuentes de Versalles y sus colores mudables con el hábitat.

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