CLASE DE LENGUA Y LITERATURA: JUAN RAMÓN Y GAYA, por Santiago Delgado






Juan Ramón Jiménez fue un cascarrabias. Así lo quiso él. A veces, insoportable. Zenobia Camprubí, su esposa, lo supo mejor que nadie. Pero lo amaba, que es fuerza mayor que la que supone soportar a un tal. Viene a cuento esto por la conocida anécdota que, en aquel año de gracia de 1927, sitúa al jovencísimo Ramón Gaya en la casa del poeta de Moguer, cumplimentándole, de parte de Juan Guerrero y de Jorge Guillén. Apenas presentarle sus saludos y declararse pintor, el andaluz le espeta:

-¿Ya conoce usted el Museo del Prado?

El neófito en los Madriles, y en la vida, le contesta, acaso aturdido:

-Nnn... no.

El huraño cascarrabias se escandaliza y no lo disimula.

-Pues ya puede usted ir a verlo inmediatamente.

No hay signos de puntuación que den significado a la ira combinada con su poco de desprecio, de la frase antedicha. Supongámoslos, a uno y otro lado de la expresión del genio.

Ramón Gaya es un joven educado. Seguramente, se siente culpable de la acusación de quien será Premio Nobel veintitantos años más tarde. Y tarda poco en cumplir la condena que la sentencia de Juan Ramón le impone.

Y, he aquí, que Ramón Gaya, yendo a ver, y admirar, un museo, descubre una Patria. La idea es de Noelia Ibáñez, alta funcionaria del Museo del Prado, murciana y conferenciante sobre el tema en la Real Academia Alfonso X el Sabio, de Murcia, un buen día de noviembre muy significado. 

Y, descubierta esa Patria, se queda a vivir en ella. Y tanto es así que, durante los tres lustros que habita en México, siente, y sufre, el exilio de esa Patria Estética, pero integral, que es el Prado. Y, desde entonces, tenemos, felizmente, al Ramón Gaya eterno entre nosotros.

Pero la intención de aqueste escrito no es rememorar el hecho, aunque es necesario para la tesis que perseguimos. Tal tesis es la siguiente: si Juan Ramón no hubiera sido un cascarrabias (piadosa denominación, elegida entre otras más veraces y afrentosas), y se hubiera limitado a recibir al Gaya de 17 años y poco, y le hubiera dado palmaditas en la espalda, con palabras tan corteses como mendaces, cual manda la cortesía y educación, acaso no hubiera sucedido que Gaya viese el Prado antes de seguir camino a París, becado por el Ayuntamiento. Su no aprecio por las vanguardias, es muy posible que tenga que ver con esa imposición juanrranoniana de acudir a lo que, en adelante, Ramón Gaya denominará como Roca Española del Arte. Las vanguardias: fuego fatuo, traca de feria, verdura de las eras...

Al haber sido como fue, el espíritu de nuestro "pintor que escribe", hubiera sido diferente, en alguna manera, quién sabe si sustancial.

Y es que, a veces, que un cascarrabias nos diga una verdad necesaria, en cualquier momento de nuestra vida, es de mucho fundamento para cualquiera.

Porque los cascarrabias, sin saberlo, ejercen una función social nada desdeñable. Gaya tuvo la suerte, buscada, de ser pieza barrida del huracán juanrranoniano. Una pieza barrida que supo levantarse y hacer de la penitencia impuesta, toda una fe de vida y de entendimiento del Arte, fundado en el Ser, y no en lo accesorio y caduco.

Pero no achaquemos a Juan Ramón la causa toda de ese hito pictórico y cultural que es la pintura y la literatura de Ramón Gaya. Nuestro pintor, nacido en el murciano Huerto del Conde, supo ahormar él solo, luego, todo el formidable edificio de su Idea del Arte y de la Vida.

Juan Ramón Jiménez y Ramón Gaya, dos luminarias con luz propia en lo universal.


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