EL ARCO DE ODISEO. Otra vez en Japón VIII, por Marcos Muelas








¿Quién no ha escuchado hablar de tiempos pretéritos donde todo era mejor y sabía mejor? Testimonios emergentes de nuestros mayores aseguran la existencia de tiempos dorados donde podían dormir con las puertas abiertas sin temor a ser robados. ¿Sería cierto que las ciudades eran más seguras? Desde luego, en estos tiempos, donde el Louvre es robado a plena luz del día, cuesta creer que eso fuera posible.

Pero, no perdamos la fe en la humanidad. Hay un lugar en el mundo en el que se vive seguro y no existen los candados para las bicicletas. Por su puesto, les estoy hablando de Japón.

Bajábamos por aquella empinada calle de Sannenzaka, dejando atrás Kiyomizuidera. Nuevamente nos abríamos paso entre la multitud de turistas, descendiendo escalones que no alcanzábamos a ver. De repente encontré una isla, un espacio de apenas un metro de diámetro que la gente esquivaba. En mitad de una de las calles más transitadas (y estrechas) de Kioto, sobre un cajón de madera, encontramos un tesoro. No recuerdo bien si aquel cajón contenía un aparato de aire acondicionado, pues toda mi atención se centró en la joya. Se trataba de un broche, o tal vez una pinza para el cabello. Quizá fuera de plata u oro blanco, quizá eran brillantes, no sé, no soy entendido de piedras preciosas y metales nobles. De lo que si estoy seguro es que parecía muy valioso. Y ahí estaba, solo, aparentemente abandonado, al alcance de cualquier mano codiciosa que quisiera llevárselo. Y si alguien se hubiera atrevido a cogerlo nadie lo habría impedido. Seguramente, cualquier turista, amigo de lo ajeno, no se atrevería a tocarlo. Demasiado fácil. ¿Se trataría de uno de esos programas de cámara oculta para poner a prueba la honradez de la gente? No lo creo. Experiencias posteriores me demostraron que no era así.






Ahora estoy seguro de que aquel tesoro debió caérsele a alguien en plena calle. Algún japonés lo encontró y para evitar que fuera aplastado por la multitud lo colocó allí, en un sitio seguro a plena vista, para que su propietaria pudiera encontrarlo.

Durante este viaje nos encontramos con muchas situaciones semejantes. Encontramos llaveros muy bonitos, incluso pendientes o auriculares. Todos ellos dejados a la vista, sobre barandillas o papeleras. Los vimos en calles vacías y calles principales repletas de gente. E igualmente, nadie se los llevó. Estos actos protagonizados por la honradez nos dejaron sin habla. Japón es famoso por estas acciones. Está demostrado que si pierdes un teléfono, una cámara o tu propia cartera, seguro aparece en la comisaría más cercana en cuestión de horas. Es más, la cartera aparecerá con su contenido intacto. Recientemente leí la noticia de un ciudadano japonés que encontró una cartera y la llevó a comisaría. Los agentes buscaron a su propietario para devolvérsela. Imaginarán la alegría que se llevaría el dueño. Pero en este caso la honradez le costó cara. La policía descubrió que su permiso de residencia estaba caducado y el pobre fue deportado. Seguro que en cualquier otra parte del mundo un gesto altruista como ese no habría sido condenado.

Pero, no nos perdamos con estos detalles. No me dejen divagar y ayúdenme a mantener el orden cronológico de estos recuerdos. Continuemos con aquel día, por aquellas calles estrechas con escalones y cuestas que nos devolvían a la antigua Gion. Calles de madera, con olor a tradición. Allí estaban las okiyas, las casas donde las geishas viven desde hace generaciones. Pero no todas las casas de la zona lo son. Una vez más, estaban los símbolos, esos detalles que se le escapan al turista medio. Sobre algunas puertas había pequeñas tablillas de madera con inscripciones ilegibles a cualquier ojo extranjero. Informaban de los nombres de sus ocupantes. Estas tablillas anunciaban cuantas geiko o maiko (aprendices) vivían allí.

Entre algunas de esas casas se adentraban estrechas callejuelas de apenas un metro de ancho. Estas conducían a las partes posteriores de las casas, en su mayoría cocinas. Por ellas entraban los suministros de las okiyas o simplemente servían de entrada para el servicio, pues sólo las geishas pueden entrar o salir por la entrada principal.

Nada nos hubiese gustado más que adentrarnos en aquellos callejones secretos. Pero, carteles en inglés nos advertían que no estábamos autorizados a entrar. Una amenaza de multa y cámaras de vigilancia dejaban bien claro que la cosa iba en serio. Esto es una medida nueva, en consecuencia a pasados actos de extranjeros desconsiderados.

Es triste pensar que muchos turistas acosan a las geishas, robándoles fotos e interrumpiendo su camino. Tengan en cuenta que algunas maiko, cuentan con tan sólo dieciséis años y de repente se ven abordadas por manadas de turistas que sin miramientos las acosan para que se hagan una foto con ellos. Esto está penado por la ley nipona.

Imagínense estar en Pontocho, otro hanamachi, distrito tradicional de geishas. En esa estrecha calle de unos dos metros de ancho, las geishas apenas pueden avanzar sin ser acosadas. Por fortuna muchos somos los que abrimos el paso para que puedan acudir a sus obligaciones. Lo que de verdad me llama la atención es ver como algunos turistas pasan junto a una geisha y no les prestan ninguna atención. Como si cruzarse con una de estas artistas fuera lo más común del mundo. Y les recuerdo que apenas hay unos cientos de geishas en activo en todo Japón.

Por el contrario, sé de casos de gente que ha viajado a Kioto a la espera de ver alguna y no han tenido éxito en su misión. En nuestro caso acabamos cruzándonos con tres en ese día. Pero no fue solo por azar, sabíamos dónde estar y en el momento adecuado para verlas. Créanme, verlas caminar, con aquellos pasos cortos y elegantes es un espectáculo que no deberían perderse.

Y puesto que no nos conformamos con verlas pasar, siempre concertamos algún encuentro para poder hablar con ellas. Pero de eso ya les hablaré más adelante.

Hoy estábamos por las calles de Gion, admirando como las geishas pasaban raudas por debajo de los cerezos en flor para dirigirse a trabajar. ¿Quiénes serían los clientes afortunados que disfrutarían de su espectáculo aquella noche?

Era nuestro segundo día en Kioto, sin duda uno de los mejores de nuestra vida. Y eso que aún no habíamos llegado a la cena. ¿Y cómo iba a ser de otra forma? Estábamos en Japón, el país de los sueños, los tesoros y, como no, las geishas.

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