MINUETO. Donde empieza el olvido, por José Antonio Molina




El vacío crece y el paso de los días es la mayor condena. Las casitas minúsculas y un poco avejentadas que salpican linealmente la carretera del pueblo estaban habitadas por ancianos de edades bíblicas que conocieron otros campos y otra existencia. El color blanco o azul claro de sus ahora deterioradas fachadas un día se combinó con los tonos dorados del limonero y con los variopintos destellos que hacía brotar del alféizar de las ventanas la presencia de claveles, petunias y begonias. Todo bajo la sombra protectora de una parra que había crecido alta y fuerte propiciando una sensación acogedora; sus racimos, que ahora se comen los pájaros, daban una imagen de abundancia y confianza. Al tener que prescindir de los pequeños paseos una diminuta y frágil figura cargada de años, leve espíritu, último habitante de aquellos lares, había pasado a recluirse en el interior. Se adivinaba su persona tras los visillos, sentada en un sillón frente a la televisión o la ventana; más tarde solo yacente en el lecho, dormitando, entre cubiertas de hilo blanco las cuales, más que tapar, abrazaban sus formas proclamando el parentesco ancestral que vincula a las sábanas con el sudario y al sueño con la muerte. 


Cualquier día un vehículo provisto de altavoz pasea por las calles anunciando una defunción; alguien pronuncia un nombre ininteligible y el parentesco con una familia cuyos apellidos y apodos no significan nada para aquellos habitantes que han llegado recientemente y pueblan nuevos edificios de viviendas empleadas solo para dormir en ellas y poder hacer el resto de su vida en la cercana capital. Entonces un viandante despreocupado, durante su paseo dominical, observa las persianas echadas, la publicidad postal amontonándose en los buzones, las hierbas y matorrales invadiendo los portales y el hueco de la ventana, junto con un infame cartel que reza “Se Vende” o “Se Alquila”. Súbitamente comprende que su propietario dejó atrás aquel pequeño rincón para incorporarse a su destino definitivo entre la legión infinita de los difuntos. A pocos pasos de allí, alrededor de los contenedores de basura y abandonadas desordenadamente, se ven desvencijadas cómodas y cajoneras de malos materiales y pasadas de moda, láminas de imágenes piadosas, ropa hecha harapos, y en definitiva, los últimos restos de aquello que no han querido los herederos y que será el pobre botín de quienes viven buscando entre basuras. Así acaba una vida y empieza el olvido.

Comentarios