Nadie nos recordará, por María Dolores Palazón Botella



Como todos los primeros de noviembre viste el luto de las grandes ocasiones, el que no lleva el parduzco del lavado, sino el brillo de lo nuevo. En su cuello cuelga la medalla con su efigie en blanco y negro. Y con el paso cadente del tiempo, acompañada por la banqueta de los veranos pasados, se dirige andando a visitar a quien se fue sin llevarse sus recuerdos. «Así no se puede olvidar», se dice.


Las campanas le marcan el tiempo en cuartos, y con ellas sus ansias por llegar se van impacientando. Por fin lo consigue. Besa su foto y acaricia su nombre fijado en letras de frío acero inoxidable. Poco a poco recupera el aliento y repasa que todo esté en su sitio. «Igual de brillante y blanco que lo dejé ayer, y eso que cayeron unas gotas anoche. Las flores frescas en su sitio, que temía que me pasara como aquella vez, menudo disgusto me dieron, señor», se cuenta así misma mientras se sienta frente a él.


Desde allí ve un mar de cruces y poca gente. «Qué distinto era todo cuando las cosas eran como Dios manda», piensa mientras a su memoria acude el pasado mezclado, cosas de la edad, asegura el médico. Así ve las sepulturas convertidas en un simple caballón de tierra que había que labrar de vez en cuando. Cuando los tiempos mejoraron, «cuándo sería aquello, qué cabeza», empezaron a revestirlas de ladrillos y mármoles pagados a plazos. Las mujeres, como ella, iban los días antes a limpiar lo de sus padres y abuelos y, de casadas, hacían lo propio con lo de sus maridos. Elaboraban sus propios ramos con flores que olían a flores. Y venían a pasar el día todos juntos, en familia, visitando a los que se conocían y a aquellos a los que el tiempo no había dado la oportunidad de conocer. Rezaban una oración por ellos, para devolverlos a la memoria del presente. Y a los más queridos, junto a las flores, les ponían velas con las que iluminar su recuerdo. «Bueno, también había lugar para la diversión, las cosas como son, que ese día el cementerio sustituía el paseo y aquí que se venían las risas, los chismes y la diversión. Algo que propiciaba la capaza con los bocadillos que llevaban, aunque siempre había un hueco para un cartucho de castañas o dátiles que vendían en un puesto a la entrada. «Volvíamos a casa con las últimas luces de la tarde. Y ya de noche prendíamos palomitas por cada uno de ellos», recrea mientras deja escapar un suspiro.


Un buen día todo comenzó a cambiar. «Casi sin darnos cuenta, porque yo no me enteré, ¿y tú? Si lo hiciste no me dijiste nada, nunca fuiste de muchas palabras», le suelta en un tono que roza el reproche a través de su mirada. De repente se pasó a la perennidad del plástico, sustituido por nuevo tras sufrir la mordedura del sol. «Así ya no había que venir a reponer las flores». Luego se abandonaron las velas. «Que se apagaban y ennegrecían la pintura». Para rematarlo hicieron de esto un día de asueto precedido de una fiesta de disfraces. «Y claro, esto está reñido con cumplir con lo que se ha hecho toda la vida. Y todos andan por ahí de viaje, como nuestros hijos y nietos, aprovechando que hay puente. Menos mal que el Señor los castiga con atascos y retrasos», especula sin malicia. Aunque para ella todo eso es lo de menos. «Porque la gente se enterraba como siempre, y no como ahora, que les ha dado a todos por quemarse y tirarse en cualquier lado. Y eso que hasta el Papa ha dicho que no vale. Pero ni caso, oye. Así lo van a llenar todo de muertos menos el cementerio, que ya está medio muerto y lo van a dejar más muerto todavía».


Sin darse cuenta llega el mediodía y comienza su regreso. «En fin, ya vendré otro día para hablar más tranquilamente, y no así, sin decir ni pío». Y él premia su visita con un nuevo beso frío. Es entonces cuando le asalta la mayor de sus dudas: «Cuando yo falte quién hará esto por nosotros». No se da mucho tiempo para responderse: «Nadie, ya te lo digo, nadie llorará nuestra ausencia, ni vestirá un solo día de luto, ni rezará, ni nos encargará una misa, ni vendrá aquí». Está convencida de que las cosas ya no serán como deberían ser. «Nadie se acordará de nosotros», le dice a modo de despedida. Y sus pasos rehacen el camino a la inversa movidos por el miedo al olvido que ha impuesto la vida a la muerte. 


Quién sabe cuántos años podrá seguir viniendo. «Mientras viva», se jura a sí misma. Pues cree, como le enseñaron las buenas costumbres, que venir a los pies de la tumba en este día es una forma de reafirmar que el muerto ha existido. «Nunca se me dio bien olvidar, qué le vamos a hacer», admite mientras su somera vista cree intuir a lo lejos su casa, a la que llega con el agotamiento de quien ha hecho lo debido un año más.

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