In memoriam de la invisible, por Isaac David Cremades Cano

 



En un onírico vaivén, nerviosísima memoria de terremotos la mecía. Volvía sin cesar a considerar ese jadeo depravado, senil lustroso secreto. Lastre ensordecido por más pastillas y de mayor efecto. 


En su interior, comenzaron a surgir espejismos, sentía gangrenadas las heridas, aberradas las entrañas, sin embargo, en esencia domada sin vértigo al abismo desbocaba. 

Enjaulada con fiera y domador en patética simbiosis castigada, magullada, sentía las garras y el látigo. 


Ni imágenes infantilmente estranguladas por su memoria, mutados abusos en destructor triángulo, ni trazos exasperados que rompieron las cadenas, ni parricidas trombos, ni siquiera las endorfinas sintéticas carcomían ya las virutas estriadas del circo de su existencia. 


Mientras tanto, avanzaba con agripada depresión, cojeada partida frente al camino de la libertad. Pero, en este periplo, encontró escombros por correo, amarillentos dramas, confinamiento y esperanza, madre y suerte verdosas. 


Y ya agotada, resonaba fuertemente en su interior: 

– Me siento mujer invisible. ¿Y no tengo más que contar, gigantismo de vida y libertad? 


Madre, en impotente perplejidad, bajo un mismo techo deformado quedas. 


Padre inmune, suficientes son mis días vacíos sin nítido abrazo…



Colañas disecadas de luna pareada aplastan lípidos, 

mi último aliento 

entre 

mares de quietud y nubes de lentejas.

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