EL VERDE GABÁN. Flores de libro, por Santiago Delgado





Ocurrió en un sueño. Estaba yo mirando mis libros, es decir los de mi autoría, aquéllos que llevan mi nombre bajo el correspondiente título, cuando oigo una voz a mi costado, femenina, con cierto deje de provecta autoridad:

–Estos libros no florecen; ni echan raíces.

Desde el primer momento, capto que el mensaje no lleva intención metafórica. Su significado es literal. De una ojeada compruebo que, de ninguno de los libros que estoy mirando –los míos– sale tallo alguno, ni hojas. Mucho menos raicillas por abajo. Por supuesto que, de flores, nada. Tímidamente, amplio la mirada y ya, entrando en el campo de la estantería por entero, apunto que ninguno posee la capacidad aducida por la severa voz, que, por cierto, ha desaparecido, sonora y visualmente.










Y me pregunto si es deber de los libros, según no sé qué capacidades de su literatura, florecer como tiestos de pretil de pozo o alféizar de ventana. Igual sucede que todos cuantos libros tengo no alcanzan tal excelencia.

Ideo entonces unas baldas mínimamente inclinadas, hacia la derecha, con un tubito de largo como el ancho de la misma leja, pero muy fino, absolutamente agujereado, adherido a las junturas de las confluencia verticales y horizontales de la estantería. De ese tubito sale medida agua escasísima, que riega, por gravedad, las superficies que mantienen los libros, que son de una materia soluble, y nutricia para los libros, también en grado infinitésimo. Es todo cuanto necesitan las secretas semillas de los libros para germinar. Nacen en los márgenes interiores de los ejemplares alineados, y alcanzan la línea superior de los libros. Luego florecen. Pero sus flores no se parecen a las rosas, claveles, margaritas, ciclámenes y otras. Son flores de libro. Su hermosura la copian de la prosa o verso de las páginas encuadernadas y perfectas.

Sospecho que, en cuanto las mira alguien, se vuelven invisibles.

Todo eso me fue dictado por el sueño. No invento nada.

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