La mujer imaginaria, según Bécquer. Por Pedro Pujante.
“Cantigas…., mujeres…., glorias…., felicidad…., mentira todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.”
Bécquer
En el Romanticismo despertaron las exaltaciones, la pasión y los sueños. Y también la melancolía y la inclinación a la soledad, una soledad consumada en lugares remotos y tétricos. Los protagonistas femeninos de naturaleza imaginaria resurgen con fuerza en este siglo. Fantasmas bellos, espectros de velos blancos, vampiresas lascivas, demonios con cuerpos de hembras nacidos -o muertos- para el deleite promiscuo de la carne.
Quizá el español que mejor destiló los vapores de lo onírico con la potencia del desamor fue Gustavo Adolfo Bécquer. En sus poemas pero también en sus leyendas.
Hay una leyenda de Bécquer que nos trae a una de estas mujeres soñadas y bellas, inexistentes y deseadas. Se trata de “El rayo del luna”. En esta historia tan triste se refleja con exactitud lo que el amor inventado a través de un fantasma puede significar.
“El rayo de luna” es una fábula tan intensa que su carácter melancólico y onírico queda suspendido en un halo fugaz, entre el sueño y el deseo. Pero con tanta fuerza que su tensión no nos distancia del dolor. Al contrario, su fortaleza radica en esa levedad, y su lectura logra transformar la vigilia en sueño; porque junto a Manrique, el protagonista, el lector naufraga impotente en esa telaraña construida con los hilos de las pesadillas y los anhelos insatisfechos, esa materia incolora que tiñe nuestros más dulces recuerdos y nuestras más extrañas ideas de amor.
Si un relato fantástico, como explicó Todorov, se sustenta en el asombro, esta historia es fantástica más allá del propio territorio ficcional que circunscribe, porque incluso tras su lectura permanecemos impertérritos a la espera de que ese rayo lunar se materialice, que esa hembra luminiscente se trueque en células, y que se transforme en un fantasma de carne y hueso.
El amor es más poderoso que la realidad, nos susurra Bécquer, como nos advertía Villiers de l`Isle-Adam en “Vera”. La soledad es la aliada de esta enfermedad que entremezcla el deseo con la fantasmagoría. Y Manrique, el héroe desdichado de esta historia que parece un cuento, lo podría afirmar con un llanto, con un suspiro de poeta malherido por la intransigencia del mundo que le vio nacer. Un mundo habitado por personas y no por rayos.
Manrique es un personaje de ficción soñado por Bécquer. Algo parecido a ser un fantasma de los que asedian en la noche a los poetas para enfrentarlos con su propia imagen. Manrique buscaba la soledad y solía escabullirse de las muchedumbres, acudía a refugiarse al silencio de un camposanto, a la sombra de un árbol solitario, o sobre una roca umbría a contemplar el paso de las nubes, los espectros o los sueños diurnos.
Había nacido para soñar el amor, nos dice Bécquer. Había nacido para ser un sueño que sueña, logramos entender.
Una noche de luna llena creyó ver una mujer desconocida, vestida de blanco que se escabullía por entre los árboles como una sombra asustada y misteriosa.
La presencia luminosa de la desconocida selénica se hacía cada vez más intensa en su corazón. El amor alimenta las formas, y el deseo construye un rostro, unas manos, un gesto e incluso el tono de una voz que le susurra al oído palabras de amor, compromiso, eternidad. Si la luna dice nuestro nombre, aunque sea en mitad de un sueño vaporoso, ¿no nos parecería que está más cerca de la Tierra?
Manrique, que como todo poeta, vive sin un propósito claro, encuentra en la belleza blanca y radiante de la dama de la noche un verdadero sentido. Su melancolía le abandona y siente que el amor a este ser inventado insufla su corazón de vida. La ama y sabe que ella le ha de amar a él también.
El amor es una mentira tan hermosa que cuesta trabajo distinguirla de la realidad más trivial. La persigue por las noches, se acerca a esa presencia rutilante y nívea como la sábana de un espectro, hasta que descubre, que su locura es tan real como su propio enamoramiento. Que un destello lunar es todo a cuanto puede aspirar en este mundo de sombras pero solar, de sueños cercenados por la vigilia de cada amanecer.
No obstante, el lector apasionado de esta leyenda siempre convendrá en que por muy efímero que pueda ser un amor o un rayo de luna, es siempre más real que muchas mujeres de carne y hueso. ¿Quién no se ha enamorado de un relámpago?
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