EL VERDE GABÁN. El duende de libros, por Santiago Delgado.






Me levanto insomne, pasilloambulante y sofadicto, y veo enseguida un resplandor inusitado que viene desde el salón. Serán los pilotillos rojos de los aparatos eléctricos. Voy a cerrarlos, me digo, dando misión noble a mi sonambulismo aficionado. Pero, no. Antes de llegar adivino lo que es: el duende de los libros está trabajando. Es un fulanito del tamaño de la mano, de muñeca a punta de falange última del corazón. Y es como luciérnaga de humana forma diminuta, que se autoilumina para sus cosas y tribulaciones. Ha intuido mi llegada, y lo pillo sentándose en el borde de una estantería de las altas. Va vestido como campesino de las Brujas de Salem, incluido el gorro alto, con hebilla en la base tronco-cónica de arriba. Cruza los pies, las manos, apoyadas en el suelo del estante.

–¿Qué haces? –le digo en confianza.

–Eliminar los dobleces de los picos en las páginas, para recordar lectura ya hecha.

–Y, ¿hay muchos?

–¡Y yo qué sé! Lo sabrás tú, que eres el que los ha hecho, cabronazo.

Callo un instante, y reconozco con ello que me ha vencido en la guerra de la puya y el sarcasmo, que yo no había declarado.

–La otra vez que te vi, ibas de coracero de Napoleón.

–Yo no voy de nada, los duendes no tenemos alma, ni cuerpo. Sólo tenemos duendidad. Los humanos nos ponéis conforme a vuestra conciencia.

–Igual cuando muera me hago duende de libros.

–Lo llevarías muy mal. Y no aprobarías la oposición, seguro. Aunque mira, esta plaza va a quedar libre. Me marcho a la biblioteca del Arzobispo de Lima. Igual te contratan de interino aquí.

–No –le digo– en la mía no –y empiezo a dar señales de irme.

–Además, sólo se trabaja de noche. Tú no tienes insomnio todas las noches.

Ya, en camino de volver a la piltra, le advierto:

–¡Y no me cambies de sitio los libros!

Noto, más que veo, que se incorpora, y ya desde el pasillo, oigo su voz y su risa.

–Los cambias tú, más que yo, chaval. Aunque, sí, es lo que más me divierte en esta vida de duende doméstico: cambiar de sitio los libros.

Cuando medio me vuelvo para abrir la puerta del dormitorio, advierto que ha cesado el resplandor del salón. Encima, es un vago.




Comentarios