CRONOPIOS. Invisibles, por Rafael Hortal
Eya Miller escribía como los ángeles, como los ángeles negros, podríamos decir, ya que su trabajo era de “negro literario”, y todo el mundo sabe que los ángeles cantan muy bien… y también escriben. Nadie la relacionaba con ese seudónimo, ni siquiera el coordinador de la editorial la conocía. Su rostro era ajeno al mundo literario; además de escribir para los demás, también había escrito una novela erótica muy subida de tono firmada como Eya Miller. Ese anonimato tras un nombre de mujer —que realmente lo era— le daba un plus de morbosidad a los lectores, que se la imaginaban como una femme fatale, una espléndida modelo intelectual capaz de dejar exhausto a cualquiera en la cama o en cualquier sitio. Por supuesto, que por las cosas que relataba, también se la imaginaban promiscua sin renunciar a hombres, mujeres y transexuales.
Realmente no era así, aunque de inteligencia e imaginación iba sobrada. En el último curso de Filosofía en la universidad de Berkeley, un profesor se fijó en lo bien que escribía —entre otras grandes cualidades—. Le pidió que le ayudara en su novela, pues no sabía cómo resolver una escena erótica. Se trataba de describir explícitamente cómo un abogado se acostaba con su clienta, de la que estaba perdidamente enamorado, aun sabiendo que ella era culpable de un crimen premeditado. Terminó escribiendo el capítulo entero, acordando con el profesor que nunca revelara su verdadero nombre; tampoco ella lo descubriría a él como un falso escritor.
—Ya eres Doctora en Filosofía, ya no soy tu profesor. Te invito a cenar.
—Mucho estabas tardando, Oliver. Me gustaste desde el primer día de clase, ya sabes, esa admiración que toda alumna siente por un profe interesante. Además, sé que ese capítulo me lo ofreciste para intentar conquistarme.
—Si no escribieras bien habría estudiado otra estrategia para estar cerca.
A pesar de tener 25 años era virgen, no por esperar a un tonto príncipe azul, sino porque se había centrado en sus estudios, y cuando le subía la libido contemplaba y acariciaba su vulva hasta que llegaban los orgasmos… se relajaba, y otra vez a su escritorio a estudiar.
La cena fue en una casa rural que alquiló Oliver. Todo estaba dispuesto para prender la llama tanto tiempo reprimida; los dos sabían qué vendría después de la exquisita cena marinada con dos botellas de chardonnay de California, pero Eya no tenía ni idea de los gustos fetichistas de su profesor.
—Nos conocemos hace un año al menos. ¿Confías en mí? —le preguntó Oliver muy seriamente—.
—Sí, claro. —“nunca le he dicho que soy virgen, espero no arrepentirme”. Pensó—.
—Ponte la ropa que hay en la habitación del fondo y luego ve al dormitorio y abre la caja.
Se vistió con una blusa transparente, unas medias de rejilla hasta los muslos, mini falda roja de cuadros, zapatos rojos de tacón y una peluca rubia con trenzas. Cogió la fusta negra y se dirigió al dormitorio pensando en el típico jueguecito fetichista. En la caja de gran tamaño había una nota: “Este es tu perrito, se llama Rambo, te obedecerá en todo, pero es muy terco”.
Levantó la caja de cartón y allí estaba el profesor desnudo, a cuatro patas con un collar y cadena, un hueso de plástico en la boca y un rabo encajado en el ano.
—Oliver, no me lo esperaba. —Soltó una carcajada, pero él permanecía serio. Dejó caer el hueso al suelo.
—¡Guau, guau! —Movió el rabo.
—Vale, de acuerdo. ¡Rambo, ven aquí!
Rambo no se movió hasta que le dio unos suaves azotes en el culo con la fusta. Sus ojos le inspiraban ternura pidiendo comprensión. No era el admirado profesor, sino Rambo, un perrito sumiso que necesitaba su placer masoquista. Le dio más fuerte, parecía gustarle. Acarició su lomo y su sexo flácido. Se situó frente a él, subió la minifalda hasta la cintura y abrió las piernas.
—¡Lame, lame, te lo ordeno!
Obedeció con gran dedicación. La chica experimentó un orgasmo diferente, más poderoso que de costumbre, pero todo quedó ahí; comprendió que su Rambo nunca podía penetrarla. Seguiría siendo virgen, invisible como mujer; sólo había sido la fantasía entre una alumna y un profesor impotente dispuesto a cederle su fortuna si ella se convertía en su ama para siempre.
Esta historia fetichista, pero con final satisfactorio, donde la colegiala aullaba de placer al ser penetrada, la escribió para un trabajo de “negro”. El coordinador de la editorial le había encargado que escribiera una historia para un afamado escritor que no sabía enfrentarse a la escena erótica de su novela. Trataba sobre la Segunda República Española. Uno de los personajes era un profesor franquista que quemaba todos los libros que no le gustaban y sobre todo los que hacían referencia a las mujeres artistas o científicas, o sea, otras invisibilizadas como ella, Eya Miller.
En la esperada presentación del libro, guardado en secreto por la editorial para crear expectación, Eya se presentó vestida como el personaje de la colegiala. El prestigioso escritor reconoció el personaje en la cola de fans con los libros entre las manos. Le firmó el libro tembloroso y rojo de vergüenza, porque sabía que el personaje le pertenecía a ella, a la invisible Eya Miller. Al recoger el libro, se subió la mini falda ante la cara atónita del escritor. Todos pensaron que era una performance preparada por la editorial. Los fotógrafos de la prensa la visibilizaron para siempre.
Muy interesante, está bien que se recuerde a los escritores "negros o fantasmas", Los Dumas eran un gran ejemplo de ello. A lo largo de la Historia ha habido y hay numerosos escritores y escritoras ocultados, invisibles.
ResponderEliminarAsí es. Quería mencionar a María Lejarra en el relato, pero eso se merece una novela
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