La irrealidad y el deseo, por Vicente llamas


                          Como nace un deseo sobre torres de espanto

                        Luis Cernuda

Donde desembocan aullidos y plegarias, 

hay un mar de borrosas orillas 

por las que reptan las ropas huecas de los ahogados,

sudarios vacíos sacudidos por las mareas.

Se arrastran, buscando muertes que atrapar,

ningún rastro de huída,

ningún sórdido oficio de lágrimas

 los guía hacia cuerpos que cumplieron su caída, 

su desnudez, sin sonido,

ocultando su llanto en la constancia de las aguas.


Donde desembocan las lluvias y los augurios,

hay madres oscuras,

llenas sus bocas de tierra en la que sepultar 

los nombres de niños abandonados al frío de los desvanes.

Sujetas sus manos a leyes de penumbra,

enredadas en ausencias, hundidas en horas lívidas,

para que la ira no pueda verse en ellas

deshaciendo pequeños latidos,

ahuyentando la sangre tibia 

sin dejarla enraizar en los pechos dormidos.


Donde terminan los hombres y comienzan los huesos,

sin que nadie pueda oírla,

rumia la noche una luz inmóvil,

agobiada por ecos de lechos donde empieza la sed,

la caída que se interpone siempre entre dos cuerpos.


El alma es más ocre ahora.

Su espejo son sus demonios.

Gestos vacíos resbalan por la herrumbre que la oprime

hasta estrellarse contra la piedra.

En torno a ella, muros en descomposición,

rastros de vida aplastada por otras vidas,

el tenue rumor de existencias percibidas sin dolor.

Su edad oscura está escrita en negros solsticios

por los que la envidia desciende hasta su obra,

en los opacos destinos que el cementerio esparce

donde la profundidad y el animal se mezclan con la piedra.

El frío que acecha tras los espejos 

es sólo una estación impura,

el lugar deshabitado al que se regresa cada noche

para enterrar los frutos muertos que dejaron en la lengua tiniebla.


Esto es el hombre.

Una vasta muerte anónima,

tejida con preceptos de orfandad y de tiniebla.

El latido sombrío de unas alas que propagan su naufragio,

más allá de toda hoguera,

al plegarse sobre el cuerpo como un sudario.

Un insomnio que no roen los relojes,

viene de guaridas más oscuras, excavadas en el aire,

por detrás de las lluvias y los huesos.


El cieno de los pasos que flotan sobre las aguas como flores atroces,

forma un mundo blando, tenaces pesadillas y retornos,

delicado mecanismo de la ciudad hechizada

en la que confluyen todas las ausencias.

Comentarios