LOS POETAS INMUNDOS: VI. Guardianes monstruosos, por Vicente Llamas




"¿Qué clase de libros escribe usted? … Escribo perversiones de la verdad. Escojo los caminos más tortuosos, me llevo a los niños a los rincones más oscuros …"

             J. M. COETZEE, El maestro de Petersburgo


La quiastoneuria, esa asombrosa torsión que experimenta la masa visceral de algunos moluscos, con migración y deflación de órganos del plan corporal originario como adaptación a la morfología de la concha y sus volutas logarítmicas, es también un proceso psíquico. Algunas almas lo sufren.

A Víctor Hugo debemos la más escabrosa noticia de la armonía de un engendro vivo y un prodigio inerte. Los renglones torcidos de la creación.

Immanis pecoris custos, immanior ipse … Esta corrupción del verso de las Bucólicas (Égloga V, 44) anuncia el "acoplamiento singular, simétrico, inmediato [...] de un hombre y un edificio". Guardián de una monstruosa mole de piedra (sínodo de fantasmas congregados en la Île de la Cité), más monstruoso él mismo … Ínfima variación en la intrusión de un bulbo, el lóbulo polar, durante la segmentación holoblástica, y ya la espiral truncada, el mosaico ruinoso del monstruo sin esperanza.

Separado para siempre del mundo, atrapado desde la infancia entre los muros de la catedral por la doble fatalidad de una postrante orfandad, nacimiento desconocido y naturaleza deforme, ese doble vínculo forjó una intimidad morbosa entre campanero e iglesia, agudizada por la sordera de aquel. Bajo el velo de bóvedas, el hosco habitante se asemejaba, "con su faz humana y su constitución animal, al reptil natural de aquellas losas húmedas y oscuras".

La comunión sustancial con el edificio era tan honda que las prominencias, los abominables salientes del cuerpo de Quasimodo, encajaban en las cóncavas flaquezas de la iglesia, usos y desusos de una penumbra anterior al lógos y las efigies, pareciendo "no sólo su habitante sino su contenido más natural". La infausta figura del rey de los bufones no era una burla de la naturaleza, apenas disimulada en la mueca de la estirga, sinuosa sintaxis del azar, sino la brutal simetría que convenía a los ángulos vacantes en la trama de vigas y arcos (eso podrían haber sido las amorfías, adaptaciones determinadas por la selección natural que imponía la catedral, la naturaleza en sí misma para él) ... "como un caracol toma la forma de la concha que lo envuelve: Era su morada, su agujero, su envuelta. Existía entre él y la vieja iglesia una simpatía instintiva muy honda. Existían tantas afinidades materiales que, en cierto modo, estaba tan unido a ella como una tortuga a su concha y la rugosa catedral era su caparazón" … Perturbador, Hugo.

Una convivencia tan íntima y prolongada mitigó el rigor de las horas sucias que se yerguen palpitantes, susurrando la caída como tumbas abiertas. Destapó abismos, espejos aciagos que multiplicaban una soledad aliviada sólo por la promesa de una mirada compasiva ("todo deviene esterilidad en el espejo amargo que los demonios sostienen", cantó Yeats, "crece en él una imagen fatal que recibe la noche tormentosa"). Transepto y doble deambulatorio eran las sendas naturales; la tracería, las pautas de tiniebla que dictaban la cadencia a un cielo coagulado, y en los capiteles sajones gañían las únicas aves diurnas que podía oír, lastimosos gemidos cribados por la lluvia al reptar en las frías gargantas de las gárgolas. 

Insensible a las galerías malolientes y a los reflejos estancados en sus dóciles recodos, al hedor que exhalaban las llagas de los paramentos, trepaba el expósito por los cómplices nudos de su compañera con la destreza de quien los conociera como a su propio cuerpo, y aún más allá de él, como a su misma alma, si hubiera tenido una percepción menos vaga de ese otro lienzo en su connivencia. Ningún nicho de anidación de luz en la sinéidesis, en él era una anómala cavidad paleal desplazada a rincones agostados del manto, obturada por ecos de introiti que proclamaban su deformidad cada segundo domingo de Pascua (quasi modo geniti infantes), embozos invisibles de una conciencia mecánica drenada por conductos que se hunden en la cloaca subyacente al mundo, y la piedra venerada era su secreción: capas de caliza cubriendo orificios respiratorios, cordones espirales y columelas, el esqueleto externo de la bestia que le niega irremediablemente el calor de la caricia.

Anegada de la melancolía que emanaba de quimeras de torso más humano, el alma de Quasimodo se transformaba, replicando el oficio de corredores y ábsides. El laberinto interior, un intrincado hadroma: arterias bifurcadas como ríos macilentos, raíces que buscan la tierra y van abriéndose paso hacia ella a través de vísperas infecundas; órganos divididos en atrios mohosos que acumulan cieno y violencia, huesos que retienen dentro el desvaído rumor de los muertos, la palabra remota de un ἄγνωστος θεός, transmitida, padre a padre, cada vez más apagada en el cono expandido. El alma, el mismo laberinto inverso: un animal huraño que no sabe que late o respira, basado en el reflejo de calles agrietadas y vuelos que duran una noche, sin corion ni corazón fijo, un animal oscuro que vive a tientas, de halos y penumbras, atraído o repelido por auras, remiso a desviarse de su fiebre o su pervertida norma, retorcido una y otra vez sobre su propio fundamento en círculos que se estrechan hasta confluir en el appex ínfero, allí donde la semejanza del dios ignoto es más borrosa, donde la caída se encarna en su forma más aviesa y la memoria pútrida del padre primigenio se ha secado, dejando sólo sordos cauces de horror. 

Una simple escoración del cono, y el quiasmo acontece: el poro anal avanza en sentido cefálico, el ángulo parietal sufre detorsión hacia un flanco, los conectores nerviosos se cruzan en un infinito espasmo, δαίμων y νέμεσις permutan sus posiciones por subversión ontológica … Si se hubiera podido atravesar la corteza espesa y dura que ceñía su alma, nos dice Hugo, para "sondear las profundidades de aquel organismo contrahecho", asomar tras los "órganos sin transparencia, explorar el interior tenebroso de aquella opaca criatura", habríamos hollado un espíritu atrofiado, retraído "míseramente en su caverna", una psique raquítica, empobrecida


Y ahora, la apoteosis final: 


"Es cierto que el espíritu se atrofia en un cuerpo deforme y Quasimodo apenas si sentía moverse ciegamente, dentro de él, un alma creada a imagen suya. Las impresiones de los objetos sufrían una refracción considerable antes de llegar hasta su pensamiento. Su cerebro era un medio muy especial: las ideas que lo atravesaban salían de él muy tergiversadas, pero la reflexión que procedía de esta refracción era necesariamente divergente y desviada".


Óptica elemental, ley gnoseológica de Snell: si la transición a un alma muy refringente aproxima el haz quebrado a la dirección más favorable de proliferación de diminutos corpúsculos sin masa, la de menor resistencia a su propagación, la fractura de la luz por tránsito a un alma difusa, menos densa que el mundo, la aleja de la directriz de óptimo rendimiento cognitivo, degradada a imágenes deprimidas, pálidas nociones de un limbo profanado, hasta un ángulo crítico de nulo discernimiento por colapso de la forma en el frágil himen que separa alma y mundo. La divergencia de los rayos refractados y su pura imaginalidad virtual. Aguas erizadas bajo una zona vadosa en cuyas grietas bullen peces ciegos que no lograrán remontar el umbral abisal, demasiado mezclados o comprometidos con la oscuridad, sus vidas enredadas en la profundidad del estanque en la que se posan las ropas huecas de los ahogados que los alimentan. Hay lugares que nunca duermen, rasgos devorados por el pasado, hundidos en los días deshechos, guaridas de peces atroces y lirios de mar que el Hades no logra aplastar. 


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Aunque el nechaevismo esté fuera de la esfera de las ideas, tratándose más de un espíritu sombrío y resentido que usurpa el trono de aquellas en una estancia vacía, de una posesión más que de una encarnación, tal vez la mediocre intelectualidad que Dostoievski, el personaje de El maestro de Petersburgo, reconoce a Serguéi Necháyev (el constante quiasmo entre realidad y ficción: más cruda aún la caracterización que Dostoievski, el autor de Los demonios, haga del personaje Piotr Verjovenski, un fanático despiadado) como una propicia debilidad que facilita a Baal entrar y salir de él cual perfecto anfitrión, agravada en Quasimodo, sirva para justificar, nuevo paralelismo cruzado, su condición de hospedador idóneo de cierto espíritu aberrado que gravitara desde siempre sobre "la cabeza, el corazón y la médula" de París, aislado, al cabo, en medio del río, y llamado a convertirse en todo su universo interior. Acaso haya ideas que vagan sonámbulas sobre la tierra "como si tuvieran brazos y piernas" en las que insinúa su vigor algo que se creyese secularmente amortajado pero que sólo hubiera estado hibernando en el subsuelo, porque cuando las ideas brotan de pozos oscuros y horadan el alma en su límite tenue con el hueso (tanta ira escondida en los huesos!), emboscando cosas de las que no se puede hablar, se tornan espíritu, fácil de aniquilar, difícil desprenderse de lo que queda tras él: "el entierro y sus ensalmos se dirigen [...], no al alma, sino al cuerpo obstinado, y lo conjuran para que no se levante, para que no regrese".

Los abismos se renuevan, son ahora bocas procaces, obcecadas, que murmuran un cruel destino de esperpento. La catedral se ha transfigurado. Ya no es madeja. Es una constelación de telarañas, y desde los centros, las fuerzas activas irradian su poder. Las finas hebras se deshacen en sus puntas, desafiando la recta geometría. Señalan sótanos donde niños ateridos aguardan las hogazas que les arrojan las rameras. Se basan en ellas. En sus vientres insomnes, estragados por la noche y sus negros engranajes. En cada sótano, rostro arrasado por la viruela, un monstruo tira del hilo, trata de desgarrar la tela. Nunca lo logra. Pero los monstruos no cesan. Nunca. Cuando la luz se haya salido de sus ejes, retornando de las formas extintas que la asilan, y la sed retroceda de los órganos y las palabras que asoló, cuando se haya podrido el tiempo que habitamos, los monstruos seguirán allí abajo, a mil leguas del centro, husmeando en el osario de ecos, en los horizontes en que la caída se reparte en lúgubres sótanos, silenciada en todos los oráculos.

Entretanto, observo, por pura empatía con lo dañado, sin ánimo despectivo, esos cuerpos desmesurados de gimnasio. Advierto en ellos una impúdica deformidad que no es reverso de la gloria o designio de la cólera divinas, de un exceso, déficit o corrupción seminal en su concepción, de la estrechez de la matriz o una inadecuada postura al sentarse de la mujer gestante, no lo es de una actividad física natural, aun extrema, sino expresión de un delirio exhibicionista (tal vez haya, sí, influjo del engaño de malvados mendigos itinerantes: léase la enumeración de causas de lo monstruoso que expusiera Ambroise Paré en Monstruos y Prodigios, o las propuestas de otros inciertos tratados: De hermaphroditorum monstrosorumque partuum natura de Caspar Bahuin, Monstrorum de Johannes Schenk, De monstrorum de Liceti), sazonado con dosis letales de esteroides que dejan, a menudo, un rastro secundario de hipomanía, alteraciones de libido, insuficiencia cardíaca, … No una fatalidad congénita, como la del jorobado de Nôtre-Dame, sino una hipertrofia voluntaria que sella, quizá, fisuras de egos preformes, saqueados en su mismo embrión, o compensa blandos espíritus contraídos, ya ni siquiera un impostado guiño de transgresión, sino una tendencia endémica entre criaturas que, como el huésped eterno de Dresde en medio de la niebla que le atenaza, conocen la palabra "yo", y al "mirarla con terquedad" advierten cómo se convierte en un fatigoso enigma, casi mineral, que acaba estallando y abrumándolos antes de disipar su verdadero espesor.

Me pregunto qué tipo de edificio se aliaría a esos volúmenes desmedidos, qué traza de arcadas y pilares convendría a tan insensatos "miomas", cultivados sólo para saciar una vanidad primaria, sofocar algún complejo latente, o para acreditar como poderes disuasorios a monstruosos guardianes de rebaños feroces que pacen fuera del centeno cuando la rugiente marea de París obedece a hueras sombras.

¿Qué templo o cripta se acomoda a la perfección a esas formas excesivas, tan desviadas de la escala de las cosas? Sostiene Orígenes que en el declive psíquico que siguió a la caída del mundo inteligible algunas almas descendieron a la sangre y los huesos, saldando hombres. Sin duda, unas quedaron más comprometidas que otras en el precoz ovillo de temblores y alientos.

La catedral que dibuja Hugo tiene honda vocación metafísica. El rudimento de espíritu en cohabitación subsidia su prístina condición átona, procurándole dimensión de substratum patético: lo que ha sido consagrado como lugar de devoción alberga sórdidos horizontes de πάθος. Así como la pía obra ampara una luz pavorosa que convoca a lo anamórfico (los solemnes rostros de los justos se tornan siniestras máscaras bajo la luz tamizada de las vidrieras), el hedonismo engendra figuras erradas a la luz crepuscular de sus propios santuarios. La versión marginal y desaforada del objeto de nuestros deseos. El fruto grotesco de la adhesión más fatua a la apariencia en los altares del ello. Si hubo un tiempo pneumático, éste que aramos es tiempo somático. Ellos son sus custodios.

Acertaron algunos medievales: la materia (principio de extensión o de servidumbre) se constituye en seña de individualidad, al menos, la más alevosa. También Borges nos previno: There are more things … Y aquella mesa operatoria era el lecho de un θρατoς, furtiva criatura a la que no bastaban sus rabdomas para existir, años de muda anatomía retraída en la cobertura de otra morada, de arena esta vez … Necesitaba ser contemplada.

La erosión del mundo provisto de sentido por la imaginería simbólica, las cosas incomprensibles, el fundamento transfinito de lo fenoménico, la incapacidad de segmentar, lo real no tramitable que angustia y la tiniebla superior, la irrepresentación del encuentro con la alteridad irreductible, la verdad en su flujo subterráneo fuera del signo, el sillón que presupone un cuerpo, sus articulaciones… El penúltimo tramo de la escalera de la Casa Colorada postulando manos y pies sobre la creación dehiscente, y detrás, la presencia "opresiva, lenta, plural", mientras los ojos permanecen abiertos, sin suspender ni eludir al monstruo: el otro.


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