CRONOPIOS. Encuentro con Conchita Pérez, por Rafael Hortal.

 


Viajé a París, concretamente al cementerio de Montparnasse, posiblemente el más famoso del mundo porque allí están reunidos los renombrados escritores, pintores y otros artistas, que seguro conversan en un lucus amoenus. Un plano con 60 señalizaciones de tumbas de famosos me guio a la de Pierre Loüys, donde había quedado con Conchita Pérez, el personaje de “La femme et le pantin” (1898). Llegó diez minutos tarde. Me dio tiempo a recordar a Conchita Montenegro, Marlene Dietrich, Brigitte Bardot, Ángela Molina, Carole Bouquet y Maribel Verdú. A todas las había visto en el papel de Conchita en las adaptaciones que famosos directores cinematográficos habían realizado sobre la novela de Pierre Loüys, que en España se llama “La mujer y el pelele”, como homenaje al cuadro de Goya. Pero quería conocer la fuente original, a esa joven sevillana célebre en el barrio de Triana de finales del siglo XIX por su hermosura y desparpajo, también por su frescura. 

Conchita Pérez me chistó por detrás, apareció sentada en un mausoleo; la reconocí por la flor roja sobre su pelo oscuro con dos rizos que caían sobre la frente. Me miraba con una sonrisa pícara. Me tuve que acercar a ella.

—Gracias por concederme esta entrevista, señora Concepción Pérez.

—Déjate de pamplinas, siempre seré Conchita.

—¿Se considera usted casquivana?

—¡Pues si que empiezas bien! 

—Usted ha destruido la vida de Don Mateo, lo manejó como a una marioneta. 

—Era un mujeriego adinerado y le hice tomar su propia medicina.

—¿Usted era consciente de que cuanto más lo rechazaba más la quería?

—Era mayor que yo, pero también lo quería, lo que pasaba es que…

—¿Una femme fatale nace o se hace?

—En mi caso nací siendo así, aproveché esas cualidades; sí, cualidades. ¿No cree que es una cualidad? Gracias a ella me hice rica. Mira… soy guapa y tengo un tipazo, pero para volver loco a un hombre no basta, hay que tener cierta maldad, y eso está dentro de mi cabecita.

Llegado a este punto de la conversación recordé el título que le puso Luis Buñuel a su adaptación de la novela, llamándola “Ese oscuro objeto del deseo”. Todo un acierto, porque en esa relación de amor-odio, de masoquismo y sadismo, de amante y amado (como dice Antonio Gala), uno de los dos pone el anzuelo y el otro se lo traga. 

—Conchita, volvamos al principio. ¿Quién dio el primer paso?

—Yo, por supuesto. Es verdad que ya estaba receptivo hacia mí, porque cuando lo vi andando entre cientos de mujeres semidesnudas en la fábrica de tabaco de Sevilla, le eché el ojo y le canté una coplilla al oído:

¿Alguien nos escucha? —No.

¿Quieres que te diga? —No.

¿Tienes otro amante? —No.

¿Quieres que lo sea? —Sí.

—Mateo le dio un napoleón de oro, 24 pesetas al cambio, lo que ganaba una cigarrera en un mes. Usted lo siguió, lo engatusó y lo convirtió en un ser dependiente de sus encantos durante tres años.

—Yo lo quería de verdad. Le dije: “Eres rico, no quiero que estés con una pobre como yo, dame dinero y una casa, y entonces nos amaremos como iguales”

—Él se lo dio todo, hasta su estima y su honra. Toda Sevilla sabía que se moría de celos por usted.

—Me estás culpando de todo, pero era él el que me buscaba una y otra vez, no podía vivir sin mí. Quería penetrarme a pesar de que le decía que era virgen. Mis pechos le encantaban: “¡Ay!, esos senos que descubrí al desabrochar la ajustada blusa eran como frutos de la Tierra Prometida. No sé cómo podían ser tan hermosos. Nunca había visto otros comparables hasta esa noche. Los senos son seres vivos que tienen infancia y declive, y estoy seguro de que vi aquellos en su estallido de perfección. Y ella se había puesto entre ellos un escapulario de tela que besaba piadosamente mientras observaba de reojo mi erección”.

—¡Menuda faena le hizo aquella noche que se puso una armadura!

—Reconozco que fui cruel, le di mis besos, disfrutó con mis pechos a su antojo, mi boca la dirigió como quiso, pero cuando quiso penetrarme se encontró con unas bragas de tela recia atadas con cordones… se volvió loco.

—Su relación fue sadomasoquista. Le daba esperanzas, lo besaba y luego le decía que escupía porque le daban asco sus besos, le ocultaba que bailaba desnuda para turistas, hizo que un amigo la penetrara delante de él, dejó que le pegara sin ofrecer resistencia, y a pesar de todo le seguía diciendo que lo quería. ¿Se considera la femme fatale de la literatura mundial? 

—Piensa lo que quieras, me da igual, nací libre y me moriré libre haciendo lo que me dé la gana. Habla con Pierre, él lo sabe todo.

Se marchó sin despedirse, y allí me quedé contemplando la tumba de Pierre Loüys con la firme idea de leer sus poesías eróticas como “Las canciones de Bilitis”, y novelas como “Las tres hijas de su madre”, en la que relata con detalles pornográficos y un vocabulario que aún hoy sigue escandalizando la vida de tres hermanas prostitutas. Quizá por eso los críticos puristas lo consideraban como un escritor que no se tomaba en serio la literatura, como sí le pasaba a su amigo íntimo André Gige, Premio Nobel de Literatura 1947.





Ilustración: portada de “La mujer y el pelele” edición de 2013

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