EL VERDE GABÁN. Las mocedades de don Quijote (el Quijotillo), entrega 20.




Pero lo que la vejez te da pródiga, la juventud te niega avara. Y, así, la bendición de madrugar, te la niega de mozo la vida. Y, cuando, aquel día, escuché la campana del sacristán sonar repetida y terrible por la galería a la que daban las puertas de los dormitorios, recordé amargo la promesa que me había hecho a mí mismo: la de huir, al amanecer, de aquel infierno sin llamas. También recordé que debía tener el refectorio inmaculado, y luego, de igual modo y manera, las camas y suelos de los escolares de Don Bartolomé. Recé porque ninguno de ellos hubiese fecho sus necesidades menores en el mismo dormitorio, alegando pereza nocturna, para no bajar a los excusados del patio. Esa limpieza de las alcobas me hubiese costado fregar de rodillas, con cubo de agua y bayeta de suelo. Pero no, algún númen quijanero se había apiadado de mí, y las vejigas de la chiquillería habían quedado en los vientres de mis apedreadores. Laus Deo.


Luego tuve que recoger los desayunos, ya gastados, de los tales, y bajarlos a las cocinas, donde el propio de allí, muy falsariamente, y entre sonrisas de diablo cabrón, me indicó que debía también fregarlas. 


Espero comprendas, Sancho amigo, que lo verdaderamente humillante del asunto era de mayor calidad y fuerza que el mero hecho del esfuerzo y trabajo de hacer cuanto te he relatado. Hacer a un hidalgo trabajar por sus manos es la mayor infamia que se puede hacer a alguien en esta vida. El hidalgo, al igual que el noble sólo debe usar su fuerte brazo en derrotar a los enemigos del rey, doquiera que éste lo necesite. Y no gastar su energía en asuntos menestriles o lacayeros. El mal cura lo sabía, y me sojuzgaba de esa manera, acaso más por envidia de mi estirpe, a la que él sabía preclara, que por disciplinarme. Y sucedía, te aseguro, oh Sancho, que yo era el más obediente y sabio entre la caterva de vagos y eternos malpensados de mis compañeros. Pero osé pedirle calzado nuevo, y su soberbia, disfrazada de inconsentidor de impertinencias de niño, estalló como la pólvora de los cañones del rey. Y, por eso, creyéndose pedagogo de mi vanidad, me infringió aquellas ofensas mayores.


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