CUADERNO DE NAUFRAGIOS. V: Lágrimas en la lluvia, por Vicente Llamas




Un libro ha sido concebido para perdurar en su historia singular de flor cultivada, casi siempre, con negras sustancias. Un libro es un pasadizo secreto que tiende un vínculo vívido entre lectores, transcendiendo sus propias sombras y sus despojos, suspendido el tiempo opaco que les impide encontrarse. Hallamos, inesperadamente en él, un párrafo o una frase subrayada por alguien desconocido. La auscultamos, concediéndole mayor atención que a otros párrafos suplentes. Nos detenemos a sondear la especial connotación que pudo tener para un lector anterior, quien, como nosotros, recorrió sigilosamente sus rincones, la concreta anatomía de la bestia que ahora despierta de un silencioso letargo, desplegando lentamente su magia. Cierta simbiosis entre dos desconocidos, más allá de sus propios escenarios, de sus épocas.


  ¿Qué emoción impulsaría a un hombre anterior a elegir precisamente esas palabras? ¿Qué inciertas asechanzas, qué azar o qué avatares cotidianos le condujeron a ellas?

Un simple trazo oscuro bajo un fragmento de voz huérfana nos hace evocar, sin saber nombrarlo, a otro. Esos pálidos vestigios son los hilos de una extraña comunión en la que rescatamos a un ser anónimo de la oscuridad que le envuelve. De la tierra que ciega sus llantos, que rumia sus huesos tal vez (el ansia necrófaga insaciable, repartida en mil bostezos, cada fosa obscenamente abierta un gélido lecho, una habitación glacial aguardando su huésped bajo la que cráneos ardientes como lámparas limpian la pútrida penumbra). Un insólito sortilegio se revela: la complicidad de dos seres que poseyeron el mismo ejemplar en momentos diferentes, cuyas páginas servirán a uno para rastrear indicios de la melancolía del otro, ráfagas de una extática profecía cumplida súbitamente ante nosotros.


Cada libro es una radical realidad individuada de valor único. Los tres hombres que acuñaron sus ex libris en el ejemplar de los Comentarios al De ente et essentia de Tomás de Vio que un viejo erudito adquirió hace años en una librería de El Chiado le son más familiares que la exégesis corrompida del propio cardenal, porque compartieron la misma reliquia. Sus manos dejaron en el cáliz signos palpables que han llegado sólo hasta él, que él custodiará para otro hombre en un tiempo aún no descifrado. Imaginad sus vidas.


Heredamos de nuestros padres su desarraigo, su violencia, sus pasos vacilantes hacia islas sin mediodía. La transparencia de su soledad, que regresa siempre a los contornos deshechos de las cosas que se hundieron en el sueño. Huellas indelebles de ira, de éxodo, de seguir a tientas. Heredamos libros de nuestros antepasados, y en ellos, huellas tibias de otra carne precipitada en el olvido.


Ser objetos legados: otra cualidad de los libros. En sus órganos interiores de aves abatidas fijaron sus anhelos, su trémula nostalgia, ácimas sombras que no rehúsan nuestra mirada. Escrutamos allí sedimentos de corazones desollados, miedos o asombros que coagularon en renglones inertes, azules, rojos, torcidos. Hurgamos los tímidos relieves de sus desvelos, sus tardes solitarias de invierno, énfasis de íntimos interrogantes, desvanes donde vertieron sus angustias, y a la luz de sus señales, que son una rara caligrafía de ecos y ausencias, ganamos ser.


¿Qué clase de respuesta ansiaban? ¿Qué tono les conmovía?

Las tejuelas de caracteres dorados de una enciclopedia desfasada arrastran heridas de los días convulsos de nuestra infancia. Los anaqueles de la casa derruida de nuestros abuelos, sus mudos moradores, treman en los pliegues de la conciencia que allí se gestaba. Un título incomprensible persiste desde entonces, monótono, en la memoria de los primeros monstruos: Regiones veladas: dolinas, poljés, rifts, guyots y fosas marinas.


Los libros son el rumor vivo de los muertos, su voz lívida, fatigada, insomne. Tienen una insólita virtud sonámbula que resiste los susurros de los relojes, alargando siempre sus sucios dedos para reclamar lo que les pertenece. Y, a veces, acaece el milagro: un pétalo marchito entre dos páginas contiguas, once y sesenta y cinco.


Cuando el mundo se oscurece, amenazado por el régimen de istmos inferiores bajo la mugre de sueños ruinosos, y la realidad no pesa nada, los libros se vuelven misteriosos pasadizos en los que la sangre se levanta del silencio. El tiempo destruye la apariencia como las aguas roen las orillas, resbala sobre un fondo intermitente de identidad postergada, y los libros son sus pausas, preámbulos de mundos saqueados y de ríos inversos.... "En el turbio espesor de esos bosques hendidos", hallamos "flores blandas, sin grito, entre las que la luz se desliza con sencillez de pájaro", antes de ser cieno o claridad violada. Así, de Cernuda a Aleixandre y el resto de vanguardia en su inmovilidad canónica.


Los huecos en nuestras estanterías, fantasmas de libros que se ahogaron en el pasado, tienen un alcance definitivo, dan medida a nuestros extravíos e impuras devociones. Aun los libros que nacieron desvalidos, los que agotaron su tañido y su entraña en un tiempo suburbial, obras sin sello editorial, bastardas criaturas de imprenta nacidas de poetas condenados a los murmullos de angostos reinos periféricos, tienen un valor exclusivo.


Pero … ¿A quién pertenece un i-libro, qué realidad individual atesora, más allá de la insolencia del ipad o cualquier otro i-golem doméstico que lo contenga? ¿Qué i-vínculos crea entre hombres? ¿Cuántos i-pétalos marchitos pueden sepultar sus páginas? ¿Qué débil escalofrío de rosa muerta pueden abrazar? ¿Cuántos signos de almas magulladas suman, cuántos surcos de aflicción? ¿Cuántas páginas horadadas por ágiles tisanuros virtuales cuyas larvas flotan en el i-moho?


Fatalista. Quizá. Pero lo que veo al asomar a esos espejos mágicos de mano (…"le pido un regalo de Navidad –replicó Markheim-, y me da usted esto: un maldito recordatorio de años, de pecados, de locuras… una conciencia de mano!"... el sinfín de voces apenas audibles con que habla el tiempo) no es a un reaccionario, sino los rasgos de un disidente que se resiste a que unos cuantos mercaderes acaben imponiendo su procelosa ley y su exterminio, su dogma genocida (una subrepticia vocación, no de coexistencia, sino de dominio, sin duda, les anima), reclamando esa onza, la más recóndita, la más frágil de nuestros abrumados corazones, para sustituirla por letras plasmáticas que se dilatan o encogen a placer, mientras el rastro de todo ser anterior se desvanece como lágrimas en la lluvia.

Comentarios