EL ARCO DE ODISEO. Quince minutos, por Marcos Muelas







¿Cuánto duran quince minutos?

Cualquiera respondería que nada, solo es un momento fugaz, una minúscula gota de agua en ese océano interminable que es el tiempo. Pero si durante ese tiempo escuchas los gritos y estertores de los condenados, esos quince minutos se convierten en eternos.

Perdón, me estoy anticipando. Esta historia comienza mucho antes.

Como cada mañana los compañeros del Sonderkommando nos levantamos temprano, antes que salga el sol, para iniciar los preparativos. Nos movemos siempre con rapidez y eficiencia, procurando no llamar la atención sobre los nazis que nos vigilan sin descanso. Y no es tarea fácil, ya que el mínimo error o el simple capricho de nuestros captores, nos puede llevar sin remedio al lado equivocado de la fila.

El tren llega con puntualidad. Una vez más la maquinaria nazi aparece haciendo gala de su eficacia, controlando cada punto y cada coma en las zonas ocupadas. Pero no se trata de un tren de pasajeros. Los asientos ocuparían demasiado espacio, y como he dicho antes, los nazis adoran la eficacia. Los vagones son para el ganado, y cada uno puede ser ocupado por cientos de personas hacinadas. Los soldados abren las puertas correderas de los vagones y los primeros cuerpos caen a tierra. Algunos están muertos, otros casi. Los soldados se encargan de dispararles en la cabeza, si no pueden caminar no serán útiles con vida. Al resto de los ocupantes se les increpa para que bajen rápidamente.

No hay andén, por lo que sus ocupantes tienen que saltar. Algunos caen mal, pero el miedo a ser disparados les hace ponerse en pie con rapidez. Los soldados los dividen en dos grupos destinados a ir en direcciones opuestas. Los que están en mejores condiciones son dirigidos a los barracones, el resto son puestos a nuestro cargo. Familias enteras divididas, apartadas cruelmente de sus seres queridos. Estallan las suplicas, los llantos, las protestas. Las armas se disparan y el orden se restablece. Las protestas se extinguen y los sumisos obedecen.

Ahora están a nuestro cargo y se les dan las primeras instrucciones. Los llevamos a los barracones especiales y los separamos de sus escasas posesiones. Después les ordenamos que se desnuden para entrar en las duchas. Por supuesto que hay protestas, pero una vez más, los soldados se encargan de silenciarlas. Les hacemos doblar sus ropas y ellos obedecen. Este hecho parece relajarles, pues es lo más parecido a la normalidad que han sentido en mucho tiempo. Son esos pequeños detalles cotidianos los que permiten a una persona recobrar algo de su humanidad. Uno de mis compañeros, no recuerdo su nombre, les informa que tras la ducha les servirán la cena. Su tono es burlón, pero de alguna forma, quieren creerlo.

Desnudos y deshumanizados forman filas. Si su desnudez les molesta, no lo muestran, son la clara definición de derrota. Les damos una pastilla de jabón, es parte de la farsa, no queremos que se resistan. Son cientos y los guardas, aunque armados, pocos. En cualquier caso, nunca ha habido una resistencia significativa. La mayoría son ancianos, niños o están tan enfermos que no podrían suponer una amenaza para sus captores. Se dividen las filas y son obligados a entrar en el interior del enorme complejo de duchas colectivas. Les ordenamos que levanten los brazos y obedecen sin preguntar el motivo. No adivinan que así ocupan menos espacio y eso nos permite meter a más individuos a la vez. Tiemblan de frío mirando hacia las tuberías y alcachofas que penden del techo, deseando terminar lo antes posible para recuperar su ropa.

Poco antes de que cerremos las puertas, algunos comienzan a sospechar, nerviosos al recordar los rumores que habían oído sobre aquel infame sitio. Las puertas de pesado metal los aíslan de nosotros.

Algunos de mis compañeros comienzan a registrar la ropa y los zapatos de los desgraciados, buscando joyas y dinero ocultos. Yo cumplo mi obligación de examinar con esmero cada prenda, inspeccionando cada dobladillo, a la búsqueda de bolsillos ocultos que contengan algún tesoro familiar.

Se escuchan las primeras quejas con un tono creciente. Comienza el siseo que nos indica el principio del proceso. Las voces de asombro se convierten en gritos de puro terror. La cuenta atrás ha comenzado. Quince minutos, el tiempo que separa la vida de la muerte.

Nosotros continuamos con nuestra labor, cual cuervos entre cadáveres, intentando no escuchar los golpes contra las puertas metálicas. Uno de los soldados comienza a canturrear una canción, tratando de ocultar su nerviosismo. Agradecemos el gesto, pues de alguna forma amortigua el horror de su clamor. Pero en el interior de las duchas los gritos y los lamentos aumentan hasta convertirse en algo sólido, algo que se palpa en la atmósfera.

Mecánicamente continuamos nuestro trabajo, rogando porque las voces se apaguen. Pero lo único que se detiene es el tiempo, las manecillas del reloj de pared parecen haberse soldado entre sí. A mi mente vienen las imágenes de lo que debe de estar ocurriendo en el interior. Los condenados más cercanos a la puerta comienzan a golpearla mientras los más alejados empujan a sus compañeros contra ella. Muchos mueren aplastados por sus propios compañeros pero están demasiado apretujados como para caer al suelo.





Una mujer chilla un nombre, seguramente el de su hijo. Otros ruegan a su dios.

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Por qué continúan con vida? Son las preguntas que me hago, horrorizado y sorprendido por el aguante humano. Quiero taparme los oídos, gritar para ahogar sus gritos. ¿De qué se quejan? Pronto morirán y su sufrimiento terminará. Y yo seguiré aquí, día tras día, esperando la llegada de los trenes, que nunca dejan de venir.

¿Cuánto duran quince minutos cuando estás en el infierno?

Comentarios

  1. Magnífico relato. Nunca me había planteado lo que tardaban en morir, quizá para no asumir la verdadera atrocidad, para mirar para otro lado, para no tener que hacer nada por evitar el genocidio histórico y los actuales. Es duro reconocer de lo que es capaz de hacer el ser "humano".

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