EL ARCO DE ODISEO, Geisha girls, por Marcos Muelas.





Kioto, 1946.

El barrio de Gion volvía a bullir repleto con el gentío habitual que trataba de ganarse la vida como bien podía. La comida escaseaba y los productos primarios se convirtieron en ostentosos lujos, solo al alcance de los privilegiados que pudieran obtenerlos en el mercado negro. La guerra había terminado, un eufemismo decretado por el emperador para ocultar el deshonroso hecho de que Japón, por primera vez en su historia, se había rendido ante sus enemigos. El emperador era una divinidad, el corazón y el alma del imperio nipón. Su decreto, incuestionable. Pero cualquiera que anduviera ese día por Gión podía descubrir con sus propios ojos la aplastante realidad. Los soldados americanos, gigantes entre los lugareños, se movían libremente entre la población. Imposible no verlos o escuchar su ruidosa lengua bárbara en cada rincón del país, que hasta hacía bien poco, estaba vetado para los extranjeros. Ahora, el orgulloso Japón había pasado a ser un país conquistado, arrasado y desgastado por años de guerra y el precio a pagar era la sumisión. El honor japonés se arrastraba por el barro y las botas de los vencedores lo pisaba sin miramientos.

Los soldados ociosos pululaban por todas partes, con la arrogancia propia del conquistador. Tras años de guerra, y a miles de kilómetros de casa, ahora buscaban la diversión y emoción que el exótico país les ofrecía sin resistencia. Se movían en pequeños grupos y aprovechando los permisos de sus cuarteles, recorrían la encantadora y tradicional Gion, en busca de aventuras. Azumi hacia todo lo posible por no llamar la atención de los gaijin. A su paso se refugiaba en los minúsculos portales de los comercios y en las okiyas para evitarlos.

Los bárbaros siempre iban armados con sus Lucky Strikes, dejando una estela de humo cual locomotoras de vapor. Lo hacían sin cuidado alguno, sin considerar el daño que el fuego de sus cigarrillos podía ocasionar a su paso por los callejones, algunos demasiado estrechos para el paso de un automóvil. En numerosas ocasiones, sus cigarrillos entraban en contacto con los kimonos de seda de los ciudadanos con devastadoras consecuencias. Los sumisos perjudicados no se atrevían a protestar y tampoco recibían petición de disculpa.

Azumi trataba de eludir la calle en la medida de lo posible y cuando no tenía más remedio que atravesarla, se preocupaba en vestir de la forma más modesta posible. Azumi era una geisha, o al menos lo había sido en una vida que ahora se le antojaba muy lejana. Tras la invasión de su país, ella y sus hermanas de okiya (casa de geishas) se cuidaban de ocultar su profesión. Incluso se habían retirado los letreros de sus nombres sobre las puertas por si algún extranjero pudiera leer su idioma.

Entre los bárbaros corría la creencia de que las geishas  eran exóticas prostitutas, artistas del sexo. Lo cierto es que las únicas dos palabras que los soldados americanos se molestaron en aprender fueron "geisha" y "shake". Pero, como bien sabían los ciudadanos, una geisha era una emisaria del entretenimiento. Una artista, como indica su nombre. Educada en el arte de la música y la danza, pero sobre todo en el de la conversación. Las geishas eran cultas, orgullosas y refinadas y jamás aceptarían compartir lecho con un yankie. Sin embargo, los soldados contrataban el servicio de prostitutas, que falsamente ataviadas, engañaban a los invasores haciéndoles creer que eran verdaderas geishas.

Azumi se preguntaba cómo podían ser tan estúpidos para no notar la diferencia. Los kimonos que llevaban las impostoras eran de algodón ajado, muy lejanos a las ricas sedas auténticas de una verdadera geisha. Algunas ni siquiera se molestaban en copiar los complejos peinados, pelucas o finos ornamentos habituales. Menos aún gastaban tiempo en maquillar de forma tradicional la piel de su rostro y su cuello. Era fácil identificarlas por su obis. Los clásicos cinturones de sus falsos kimonos presentaban el lazo en la zona delantera. De esa manera, la prostituta podía abrirlo o cerrarlo con facilidad.

Azumi y las verdaderas geishas las detestaban. Por su culpa, los bárbaros invasores regresarían a su tierra cargados de historias de un Japón cualquiera en el que, con un puñado de monedas, se podía disfrutar de los favores carnales una geisha. Una mujer considerada como la joya de su tradición. Pero, al fin y al cabo era decreto del gobierno que tales mujeres existieran. Con una horda de bárbaros en su país, los servicios de las "Geisha Girls", como las llamaban los soldados, evitarían violaciones en el resto de la población.

Años atrás, a consecuencia del desgaste bélico, Azumi, y las demás geishas del país fueron reclutadas y trasladadas para trabajar en fábricas para ayudar a su país. Las delicadas manos de Azumi, acostumbras al manejo de instrumentos musicales, tales como el shamisen, se vieron obligadas a la fabricación de botas militares. Peor suerte corrieron otras geishas, destinadas a fábricas de armamento que pronto se convirtieron en objetivos de los bombardeos americanos.







Por fin la guerra había terminado y la fábrica cerró sus puertas. Azumi y sus hermanas subieron en un destartalado camión para regresar a sus hogares. Por aquel entonces la red de trenes estaba siendo reparada. En su largo camino de regreso, sus ojos fueron testigos de las tristes imágenes de ciudades arrasadas por los intensos bombardeos. Era sabido que Hiroshima y Nagasaki habían sido arrasadas evaporándose de la existencia. Azumi descubrió entonces con alivio que Kioto aún seguía en pie, milagrosamente intacta. Su okiya se había salvado, y aunque todavía estaban en manos del invasor, había esperanza para Japón. Ahora tocaba reconstruir, no sería un camino fácil, pero con el paso del tiempo las okiyas volverían a florecer y con ellas, el tesoro nacional más valioso, sus geishas.

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