PUNTO DE FUGA. Ciclos, por Charo Guarino

 



Recurrentemente me asalta la impresión de que nos movemos en círculos. Avanzamos teniendo como referencia el pasado, que nos sirve de arraigo con nuestro yo de antaño y al mismo tiempo nos impulsa para seguir avanzando, como una rueda. Recién completado el círculo del año 22 se inicia este 23 con dos exposiciones de sendos artistas murcianos en distintos lugares de la región: Lidó en la cárcel (recientemente abierta tras su rehabilitación parcial como espacio artístico) con sus Amotinados, inaugurada el pasado miércoles 25 de enero, e Inédito, de Pedro Cano, una retrospectiva sobre su obra desde sus inicios, siendo un niño de apenas once años, hasta 2022 —año que finalizó con la concesión de la medalla de oro al mérito en las Bellas Artes por parte del Ministerio de Cultura de España que se une a sus múltiples reconocimientos internacionales—, que se abría al público la noche del 3 de febrero, en el Museo de Fuente Álamo, aprovechando los actos de celebración del Quinquagésimo Aniversario del inicio de los Premios anuales de pintura que ha dado lugar a una interesante pinacoteca— con una nutrida asistencia de amigos y admiradores de la obra del blanqueño.

En la poética muestra de Lidó, que combina en una simbiosis perfecta sus creaciones plásticas con unos textos tremendamente evocadores creados ad hoc, entre otras muchas cosas me llamó especialmente la atención el retrato de sus abuelos y la anécdota que contaba sobre la expresión que su abuela empleaba y que me resultó familiar “Me cago en la pena negra”.

A propósito de un encargo de Juan José Lara para la participación en la elaboración de un particular ‘canon’ de la Biblioteca regional de Murcia que dirige, he vuelto a Macondo. Cien años de soledad ha sido el libro que he escogido entre aquellos que me han marcado de un modo especial. Con su relectura estoy revisitando mi yo de ayer más de media vida después. Me recuerdo nítidamente, con apenas 18 años, asombrada por el realismo mágico al tiempo que comenzaba ilusionada la carrera que había elegido y que disfruté intensamente mientras aprendía gracias a mis profesores, los de entonces y los de hace cerca de 3000 años, que siguen transmitiendo saber e inspirándonos desde el pasado a través de los textos que los estudiosos trabajan y los traductores descodifican para aquellos que no poseen las claves lingüísticas para acercarse a ellos en su lengua original. Pienso que la buena literatura es de una grandeza inconmensurable y las infinitas posibilidades de combinación de los signos del alfabeto todo un misterio repleto de senderos mágicos en los que vamos dejando parte de nosotros mismos. Es lo más parecido a volver a casa tras una larga ausencia y darte cuenta de que en realidad nunca te has ido, a diferencia de lo que en ocasiones ocurre en el mundo real. Así lo he vivido recientemente con mi padre, en nuestra última visita a Loja, su pueblo, con motivo de la muerte de un familiar. Con él solo por primera vez —tantas veces antes recorrimos los mismos caminos con mis hermanas y mi madre, o con mi madre y mi hija— he vuelto a su pasado, evocado in situ a través de sus relatos, tan vívidos que me parecía haberlos protagonizado yo.

Este año se cumple el cuarenta aniversario de nuestra llegada a Murcia y del regreso de mi madre que partió de aquí con apenas cinco años y nos dejó el año pasado devolviéndonos con su fallecimiento a la mujer que fue y que se había ido desdibujando poco a poco de forma tan cruel como irremisible.

Antes de que seamos olvido somos fabricantes y custodia de memorias de las que otros a su vez serán guardianes, en el plazo máximo de un siglo a lo sumo en el caso de la mayoría de los mortales. A los artistas en todos los ámbitos compete además, a través de sus creaciones, cimentar su propia memoria erigiendo monumentos (literalmente ‘todo aquello que tiene como función recordar algo’) que han de ser más duraderos que el bronce, como declarara Horacio en su famosa oda sobre la inmortalidad del creador, y al mismo tiempo servir de piedra de pedernal de la que misteriosamente surge la chispa con la extraordinaria capacidad de conectarnos con una vivencia propia que vuelve a la luz así evocada provocando verdaderos incendios.  

Me maravilla la fuerza hercúlea del recuerdo que logra rascar la dura capa de la amargura y penetrar en sus profundidades para rescatar por un instante el brillo hoy difuso de un momento feliz, de tiempos en que quedaba tan lejos pensar en las ausencias que ya nos acompañarán siempre, incluso la de aquellos que fuimos un día cuando hoy no existía sino como enigma, y no sabíamos que el futuro había de ser esto.

En las tres imágenes que acompañan estas palabras puede verse un hilo conductor, al margen de que en todas ellas se evidencia la paradoja de que las vivencias individuales e íntimas puedan ser al mismo tiempo absolutamente transferibles y universales. Ese hilo es el que une el pasado con el presente, y en esa unión cobra sentido lo que somos, nuestra esencia, en relación con lo que fuimos antes de que las circunstancias inevitablemente nos transformaran, pero sobre todo es el hilo de los afectos, que nos confortan cuando los recordamos, aunque a veces, también, duela tanto revivirlos.



 



Pedro Cano niño admirando sus primeras obras como pintor







 

Los abuelos de Lidó Rico

 



Escultura de Morayma —nombre dado por Washington Irving a la hija de Aliatar y esposa de Boabdil—, bajo la lluvia los pies de la Alcazaba de Loja, con mi padre al fondo

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