El amor de las amigas, María Engracia Muñoz-Santos



Dice aquel famoso chascarrillo que “quien tiene un amigo tiene un tesoro”, pero no es cierto, al menos no del todo, creo que sería más acertado decir que quien no tiene un amigo desconoce el tesoro que podría tener.  

La palabra amistad nos viene del latín amicitia, que significa amistad, que a su vez deriva del verbo amare, que significa amar. Según la RAE, la amistad es el “afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato”, y según otra definición “es una relación afectiva entre dos o más individuos que se sustenta en valores fundamentales como el amor, la lealtad, la solidaridad, la incondicionalidad, la sinceridad y el compromiso. Es un tipo de vínculo que se cultiva con el trato asiduo y el interés recíproco a lo largo del tiempo”. La amistad es amor, amor puro y verdadero.

Las amigas (y hablo en femenino porque estas palabras son un homenaje para ellas, para mis mejores amigas), digo que las amigas son la familia que escogemos. Ellas nos acompañan en las penas, pero también en las alegrías.  Con ellas sabes que puedes contar siempre, para llorar, para reír, para recibir ese abrazo que tanto necesitas en los momentos más tristes de una vida.  Las amigas te acompañan en tus aventuras y locuras, te prestan su hombro cuando alguien querido ha abandonado tu vida, te ponen tiritas y vendas en el corazón roto, incluso te prestan un trocito del suyo mientras el tuyo sana.

Son esas compañeras de viaje, que suben y bajan de estación. Que te acompañan mientras tu tren pasa los apeaderos. Que te dan un toque cuando cabeceas y te pierdes la vida. Que se suman a las risas o las penas, las diversiones o los momentos desganados. Que te visten si hace falta y te animan a desvestirte cuando el momento lo precisa. Que te empujan hacia nuevas aventuras, nuevos amores, nuevos retos, nuevas locuras.  

Que te dan los buenos días todas las mañanas, sin faltar nunca a la cita. Que te cuentan su sueño de esa noche o los dolores con los que han amanecido. Te desean buenas noches y que tengas dulces sueños.

A las que ayudas en los peores momentos de sus vidas, cuando una madre se ha marchado, un hijo ha tenido un accidente o un abuelo cae enfermo. 

Las amigas son esas hermanas de por vida, a las que les debes tanto y ellas te deben también. A las que da igual si ves una vez en la vida, una vez al año, todos los meses o a todas horas. Ellas siempre están ahí. Sin jurar para lo bueno y lo malo. Ellas te brindan su amistad de forma libre, sin necesidades de contrato. Ellas son el principio y el final. El círculo del verdadero amor, del que no necesita de un compromiso, del que se acepta libremente, del que nadie te obliga a tener, ni la sangre ni un papel.

Ellas se acuerdan de ti, aunque no te necesiten y ríen contigo sin ningún motivo.  Ellas te aceptan y te aman como eres. No te juzgan si no es para mejorarte. Con las que tienes largas conversaciones. Tardes de divagaciones, de desahogos, de mensajes de audio largos y conversaciones sin ningún interés para nadie, o conversaciones sin coherencia.

Aquellas que siempre suman y nunca restan. De las que no dependes para vivir, pero necesitas en tu vida. Su amistad es un salto sin red. Un acto de fe. Lo constante en una vida en la que entra y sale mucha gente, muchas cosas, mucho dolor y alegría, muchos logros, metas que conseguir, retos que superar, golpes y choques, caídas y descalabros. 

Ellas te soportan en el momento en el que tocas fondo, te sujetan el pelo en tus peores momentos, te limpian las lágrimas con sus manos, lloran contigo y te hacen reír a carcajadas hasta que duele el estómago. Se callan cuando solo necesitas hablar, te dan su opinión solo si la pides y siempre están ahí cuando las necesitas. Te prestan sus oídos, sus abrazos, sus miradas, sus palabras.

Ellas son el timón, la vela y los remos que hacen que mi día a día fluya por el río de la vida, sin saber qué habrá más allá, si caeré en una catarata o saldré a mar abierto. Que me sostienen como las patas de una mesa. Ellas nunca me dejan, me aferran a la vida, me ayudan a que mi corazón siga latiendo y tenga esperanza de que todo mejorará.  

Gracias por existir, amigas.


Tres hermanas, Edmund Tarbell, 1890




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