Pantalones, por María Dolores Palazón Botella


La cotidianidad de los que han nacido en el último escalón de la escalera ofrece pocas alegrías, un día es igual a otro, no varían las penurias ni las miserias, así siempre se vive en un eterno presente que es lo más parecido a una losa que por mucho que te esfuerces no deja de aplastarte con cada amanecer un poco más. Estas palabras, resumidas en su todavía precario español en un rotundo «todo es una mierda», se mezclan con los bostezos de un sueño repleto de cansancio mientras se baja del autobús que la lleva a la capital donde trabaja como empleada doméstica. Veinte minutos después debe comenzar su jornada laboral, primero las seis horas en una casa bien con niños, menos mal que tiene una hora antes de empezar con las dos de la oficina de nuevos abogados, a las que hoy se suma un extra de dos horas de planchado de una joven pareja que anda buscando chica, si lo hace bien puede sumar una nueva casa, un nuevo incentivo que no va a mejorar su situación. 


―No te duermas hoy―. Se dice en voz alta con palabras eslavas, más con la intención de darse ánimos que de despertarse.


Así, sus pasos se dirigen hacia su primer trabajo, cuando de repente sus ojos ven algo en el recién inaugurado escaparate de la temporada de invierno de una firma de renombre, que altera su mente y paraliza su cuerpo de forma instantánea: unos pantalones embutidos en un maniquí con rasgos afeminados dentro de una esencia andrógina. No podrá decir cuánto tiempo estuvo allí parada, solo que de repente se dio cuenta que su teléfono estaba sonando.


―¿Pero se puede saber dónde estás? Me tengo que ir y los niños no se pueden quedar solos―. Son las palabras mágicas que la devuelven a su realidad


A la hora de la comida vuelve al escaparate. 


―¿Por qué me llaman?―. Se pregunta. 


Sabe que es solo un trozo de tela, eso sí, se nota que de muy buena calidad, de un tejido extraordinario, solo hay que ver la caída que tiene, de esos que abrigan y que en su tierra son apreciados, de un color que va con todo, y con una forma que parece adaptarse a su frágil cuerpo sin problemas. Pero con lo que cuestan ella se paga en un mes la habitación que comparte, los gastos del piso y hasta dos semanas de autobús.

―¿Cómo pueden costar tanto?― Sigue preguntándose, mientras muerde un bocadillo sentada frente a un banco próximo al escaparate. 


―Será por el diseñador, aunque ahora todo es por ordenador y los modelos se rescatan de temporadas pasadas, a copiar lo llaman innovar. La tela vale lo suyo, eso es cierto, pero tampoco se han gastado diez metros en hacerlos. Y por la mano de obra no va a ser, eso lo tengo claro, porque esto está hecho en plan explotación laboral en países lejanos―. Se dice mientras se levanta para seguir con su jornada.


Al terminar su largo día pasa de nuevo frente al escaparate, siguen allí, solo que ahora alumbrados, y se da cuenta que otras mujeres sufren ante ellos los mismos efectos hipnóticos.


―No soy la única―. Se dice para justificarse. Solo que ella no podrá entrar en esa tienda nunca como las demás que lo miran, no da el perfil de clienta, y ni hacer el amago de intentar probárselo sabe que va a dar resultado.


Por eso solo le queda mirar y esperar. Mirar para ver si los puede copiar con detalle en un trozo de papel que a partir de entonces lleva, donde esboza sus rasgos mientras come frente al escaparate. Su madre siempre cosió bien, lo mismo podría hacer el intento de copiarlos. Y esperar, esperar a ver si bajan de precio en algún momento. Quizás si desde ahora logra sisar de los gastos de su vida aquí y del dinero para mantener a su familia en su país unos cientos de euros en el tiempo que llegan las rebajas tenga alguna opción.


Pero los días pasan, el maniquí sigue llevando los pantalones, las mujeres los admiran, unas entran, otras suspiran, y ella espera sin dejar de pasar frente a él un solo día, mientras trasvasa euros y monedas de céntimos de euro a una bolsa que por mucho que ha contado no ha llegado a arrojar la cifra necesaria, ni siquiera en tiempos de rebajas. 


Inmersa en su lucha no se dio cuenta de que la nueva temporada de ropa se abría paso, por eso despertó abruptamente de su sueño otra nueva mañana cuando el maniquí pasó a vestir un ligero traje de verano que ya no llamaba su atención, ante el cual hizo un singular juramento:


―Un día, cuando sea como las de aquí, tendré unos pantalones así. 






Pantalones. Fotografía de la autora







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