LOS POETAS INMUNDOS. II La aurora de dedos rosados, por Vicente Llamas




  Dichoso e infortunado, naciste para cambiar cosas.

                              Buscas una patria, tienes una tierra natal, mas no una patria.

                                      Será(s) inmortal por siempre y no conocerá(s) la vejez.

                                Pausanias, Descripción de Grecia, X, 24.


Cuando, a la caída del sol, la senda de la tribu se oscurece, anegada de sombras, mudos los oráculos, el hombre ha de remontar su propia soledad para hallar dentro de sí un destello divino. 


Atrás los clanes rivales, sus dioses matriciales, templos saqueados, himnos opacos, hogares apagados entre rocas estériles, ruinas. Desgarrado el vientre de la yegua de Epeo, la sangre rota que ya no sostiene los cuerpos de los hijos de Ilión se suma a la luz deshecha que ungiera sus días de esplendor. Septos somáticos de potencias uranias en litigio. Los enemigos del nómada que ha dejado atrás las ruinas de Ίλιος ya no son los guerreros troyanos que desafiaran su mētis (μῆτις), sino los mismos dioses que dieran unidad orgánica a la etnia, sacralizando su fratría. Ecos de la Edad Oscura tras el colapso del orden micénico en el que la fuerza sustancial de la vida social griega fuera el culto cívico: los humildes altares del hogar en que se rindiera culto a familiares difuntos cedían al rito panhelénico, hasta que las aves, pájaros de montaña, de marisma o de ciénaga que pudieron ser dioses originales, se interpusieron entre los usurpadores y el humo sacrificial (Ἤδη νῦν Δαναοῖσιν ἀεικέα λοιγὸν ἄμυνον).


No es el caudillo expuesto a la severa mirada de los antepasados. El hombre de difuso éthos tribal que finalmente acude al Áulide tras fingir demencia y sembrar los campos con sal para sofocar la cólera funesta del Pelida se ha transfigurado: Odiseo, el navegante, ajeno ahora a la posteridad, apartado de las demás facciones aqueas, zarpa con demora, se hace atar al mástil de la nave para no sucumbir a los dulces sonidos del pasado y se encamina hacia la razón de sí mismo, arrastrando a la tripulación en su anhelo de un nuevo orden, el del lógos  (… Tennyson, Ulysses: "He gozado mucho, he sufrido mucho, con quienes me amaban o en soledad; en la costa y cuando con veloces corrientes las constelaciones de la lluvia irritaban el mar oscuro ... siempre en camino ...Venid amigos míos. No es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo"). 


No ansía ya el hijo de Anticlea la épica ni los suaves acordes de la lira en su éxodo a través de lotófagos y lestrigones, sino el conocimiento más allá de los límites angostos de lo humano, que le llevará, aplazado el octavo círculo, foso de los consejeros fraudulentos en el que purgue a fuego sus astucias, a "intuir un mundo ignoto, cuyo horizonte huye una y otra vez" cuando hacia él se avanza. Ningún numen ansioso de gloria para los argivos que participaran en la hueca emboscada le mueve ya, sino una honda nost-algia, el dolor (ἄλγος) del regreso (νόστος) a algo empañado por el sueño abominable de Agamenón, barrido por la inercia homicida de los días del clan.


El viaje es κατάβασις  a las más deprimidas fosas del alma para afrontar el más insondable misterio: la individualidad. El hombre que emerge del mythos no es ya el postrado tetrápodo impotente ante el enigma de su propia semblanza, último refugio de dioses mudables que apenas conservan su oscura virtud y su impunidad confiando a quimeras de paradójica naturaleza el secreto de su misma pervivencia, no es el hombre ofuscado en la ignorancia del poder que le permita desterrarlos, sino el bípedo que lo descifra: E-dipous, erguido al fin sobre sus pies hinchados que apenas han comenzado a caminar. La racionalidad se insinúa tímidamente, las argucias de Odiseo son ya pulsiones de un lógos germinal. Mas el viaje no ha culminado, Ítaca es un espejismo constante. Antes de arribar a la costa, una tercera figura brota del enigma, el trípedo anciano de la téchne. El hombre prometeico aguarda en el umbral de Ítaca para relevar al odiseico y al edípico. La ontogenia recapitula la filogenia del espíritu: μῦθος →  λóγος →  τέχνη.


El viaje es en-ajenación, reconocimiento en lo otro, y transfiguración: nadie cuida al héroe, su herida se infecta sin mágica empatía que la sane. Surge la ninfa, como después sucederá en la monstruosa evolución de Samsa; ahora, en contraste, una prometedora crisálida. Así: los órganos larvales se degradan, las células imaginales se agrupan en discos que darán lugar a alas, ojos, sed y fiebre. El destino de la forma adulta está trazado: la gran asíntota oblicua, Ítaca. Arriesgarse a perder sólo seis hombres, el sacrificio a los istmos de Escila, o la completa absorción por el rorcual en la orilla opuesta sin la guía de la nereida.


 El viaje es una transformación de la mirada. Es nóstos (retorno) y, a la vez, permanencia, reencuentro con la φύσις. El remedio contra los maleficios de la hechicera estaba ante los ojos, reclamando una nueva conciencia: moly (μῶλυ), alegoría del λóγος  para los estoicos y de la παιδεία para los neoplatónicos, la campanilla del invierno, la cadencia de un régimen sostenido de presencias que se anuncian en la lluvia y las mareas sin providenciales o fatídicas injerencias de fuerzas sobrenaturales, expulsados dioses y vicarios del escenario humano, el espacio que acoge a los hijos y el tiempo que les devora.


Al final del Hades y las horas translúcidas de la crisálida, más allá de los cenotafios de los aqueos y los turbios colores de la guerra, consumidos los aciagos demiurgos por sus propias pasiones, a través de geografías inversas, proscenios subterráneos de la heredad mítica, se vislumbra un ánade (pênélops) que aturde con su vuelo a los arkhoì mnesteron, desafiando así el asedio de los gentiles. La odisea de Penélope es la espera en la convicción que le impide sucumbir. He aquí un símbolo de la individualidad femenina conjurado contra los oráculos.


La catábasis de Odiseo, instado por Circe a una libación en el paraje en que confluyen el Piriflegetón y ese arroyo impío de aguas estigiales, el Cocito, la savia impura del Aqueronte, no es, en rigor, un descenso al Hades como el de Teseo o Heracles, sino una Nékuia (Νέκυια), rito de invocación de aquellos cuyo nóos y cuya phrénes (φρένες) se han apagado, para interpelar al alma, aún no hueca, del tebano Tiresias (Odiseo desea consultar al adivino acerca de las vicisitudes de su regreso y la situación en que hallará Ítaca. Sangre de sacrificios que al abismarse excita las almas de los muertos que ansían ser inquiridos. Mediante ese ritual Odiseo atraerá al espectro de Elpénor, el remero más joven de la nao, cuyo espíritu aguarda a las puertas del Hades, eídōlon telúrico que conserva la memoria. El cuerpo será rescatado y celebradas las exequias que la sombra implora). La odisea no es tanto peripecia (περιπέτεια) exterior, giro inflexivo de la fortuna determinante de acontecimientos que impongan límbicos naufragios y derriben máscaras, cuanto una κάθαρσις, profunda depuración interior abocada a la verdadera identidad, el asalto a la condición divina. El viaje es casi movimiento transustancial, la nékuia tiene algo de regresión psíquica: asomar a las voces de los antepasados en fuga (ἀναμόρφωσις) ética.


Antes ha de despojarse de su viejo nombre, exuvia de una metamorfosis cumplida (desechas en la clámide, como en un sudario, las mónadas exangües del mundo antiguo. Esas secas égidas serán después las categorías metafísicas que inhuman lo sensible), antes ha de ser Nadie (Οὖτις ἐμοί γ' ὄνομα), criatura desnuda, sin nombre, que contempla una aurora de dedos rosados (ῥοδοδάκτυλος Ἠώς), para que los portadores del caos no puedan encontrarla. O cubrirse con el nombre de su víspera: Odiseo, áspero harapo … Eso es la travesía, una hégira interior hacia la identidad individual y el deicidio, lejos del clan y sus mitemas, porciones irreductibles y estáticas del mito que dan cuerpo a la sociedad primitiva. 


En la estela del viajero, el imperio de la nueva palabra, ya no invocación, augurio o nékuia, sino lógos, verbo promisorio que erradica la vesania… "Aun cuando no quieras, musa de mal agüero de los muertos, mi voz [...] es el fin de tu locura" (respuesta del tebano a la esfinge, según Aristófanes el Gramático en su Argumento sobre el rey Edipo). Erguido, pero áptero (ζῷον δίπουν ἄπτερον), cuenta con el lógos, la erítheia (ἐρύθεια) y la mérimna (μέριμνα) para volar.


El desahucio de furias cósmicas y hierofantes, el fracaso de los custodios del miedo que extendieran la penumbra por la faz de la Hélade, sembrando el caos, reteniendo al hombre en él, reavivado su error y su miseria, comienza en la pugna con la razón dormida, el pulso a la superstición y la indigencia: desgranar sueños (enypníon tinôn apopeirómenos) y purificarse (aphosioúmenos) para cribar el insomnio fanático, teñido de πάθος, en el que se agosta su estirpe, sosteniéndose precariamente sobre rituales y fobias, porque sólo en él medran los dioses. Ese pequeño teatro del páthos es su morada.


El viaje, la Odisea, transcurre dentro del hombre, donde braman los monstruos, donde despliega sus alas el albatros. El poeta crepuscular se oculta bajo mil nombres, errante eterno por las calles convulsas de la ciudad de los artificios, el reino de la techné, Lisboa o Durban. El poeta alboral, del linaje de las hojas, reniega del nombre, busca la anonimia para escapar a los dioses y sustraerse a la μοῖρα, convocando a la sola agnición (ἀναγνώρισις) a los hombres para la conquista de la ciudad de los prodigios, su auténtica patria: rememorar el enigma desvelado que encerraba su destino, el lógos. 


Gregor Samsa sufre una horrenda transformación: élitros inútiles bajo el caparazón, torpes apéndices que refutan la caricia y postulan su orfandad, oponiéndose a la hermana, a los padres, al lógos, para devolverle a la edad oscura y al primigenio hábito tetrápodo, estigmas que le arrojan al suburbio y le hunden en los brazos de Thánatos (la incomprendida emaciación de Gregor, su existencia declinante bajo el nauseabundo aspecto ante el paulatino desdén de Grete, que experimenta una antagónica transformación, tejiendo noche tras noche su propio sueño). El héroe primordial se desprende del nombre, desciende al reino de las sombras (la nékuia como catábasis figurada o regresión ética) para completar una metamorfosis (catarsis) que presagia a la libélula impulsada por Éros hacia el corazón del ánade, surcando el cielo que Eós le abre con dedos rosados tras engendrar la luz del océano.

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