Inteligencia Artificial (cuarta parte), por María Dolores Palazón Botella





El profesor de universidad ha pasado de estar cansado de escuchar la clásica preguntita del mes de julio «ya de vacaciones, ¿no?», a estar hasta los cojones de oírla de boca de «maliciosos, envidiosos y ociosos que no tienen ni puñetera idea de lo que hago y dejo de hacer». Por eso está buscando una respuesta adecuada «proporcionada a la desfachatez de los preguntones» para dejar clara su postura. Piensa en lo correcto de una explicación en plan catedrático para argumentar, cargado de razones, la diferencia entre periodo lectivo, no lectivo y vacaciones, «aunque realmente eso da igual, el trabajo no se interrumpe en ningún momento». Pero eso solo lo sabe él y los suyos. El resto, la sociedad en su amplio conjunto, sigue con la cantinela de llevar con verdadera rigurosidad la cuantificación de sus vacaciones en tres meses exactos al sumar «julio y agosto íntegros, y quince días en navidad y semana santa», afirmación de la que se sirven para juzgarlo como beneficiario de un sistema donde ellos no tienen sus oportunidades. «Es mejor cortar por lo sano, menos palabras y más efectivas», cree que esa será una solución más eficaz, así que se decanta por la contundencia de «efectivamente, y encima me las pagas tú, mira si eres listo». Ya lo decía su abuela: «el que sea tonto un porrón y al campo». Él siempre lo entendió como el «que no sea espabilado que se espabile con la vida y sus hostias». Pero claro, no cree que ello sirva para corregir la envidia, «la deberían tipificar como deporte nacional». 


Es lo que piensa mientras se pone colirio para aliviar sus ojos secos, esos que son su herramienta de trabajo, con los que ha corregido los exámenes de las convocatorias de mayo y junio «de forma brillante, sin perder el ritmo que antes venía uno a septiembre muy blando»; ha revisado decenas de veces las guías docentes del próximo curso porque «siempre se les ocurre algo para modificarlas, así no hay manera, todos los años a volver a rehacerlas bajo amenaza de devolución si no cumples las normas»; ha presentado la propuesta para el proyecto de mejora docente «que hay que seguir sumando X al currículo pese a los años acumulados»; ha acometido en cinco días fielmente las revisiones del artículo que mandó hace un año a una revista al entender que «si quieres publicar tienes que acatar al revisor aunque no lo compartas»; ha cursado la petición de libros por préstamo interbibliotecario para el nuevo artículo «que pienso escribir entre julio y agosto, mandar en septiembre y publicar cuando Dios quiera»; ha preparado su participación en un curso de verano «con el que no contaba, pero a los amigos no se les puede decir que no»; y ha afrontado la vigilancia y corrección de exámenes en la EBAU ahora que los futuros universitarios son unos niños mimados en casa, «como ese maleducado que llegó tarde y vino con su madre hasta la puerta del aula, menudas uñas llevaba la mujer más raras», y consentidos en el instituto por un sistema que se ha encargado de minar la autoestima de los profesores con tanta chorrada educativa y tanta familia ultra protectora, «así están de desquiciados, como ese que me dijo que en realidad era tutor de un grupo de delincuentes, que se limitaba a sobrevivir, que no se lo tuviera en cuenta al corregir los exámenes de sus pupilos».


Al abrir los ojos, todavía con el eco de lo borroso impreso en ellos por el colirio, deja de sumar lo hecho o en vías de hacer para pensar en el gran tema de la temporada, porque «éramos pocos y parió la abuela, es decir, vino el ChatGPT a tocarme más los cojones». No se habla de otra cosa a su alrededor «y mira que hay temas interesantes» entre los que está la deficiente financiación, la problemática del profesorado asociado y el ajuste de plazas impuesto para ser más eficientes «o para cuadrar el círculo de lo imposible» como él prefiere llamar a la solución impuesta. Pero no, de eso no se habla, ahora el interés es para una aplicación que al parecer solventa todos los problemas del alumnado porque facilita el desarrollo de prácticas y trabajos con una facilidad que asusta. Por eso a la gente de su alrededor le ha dado por decir que «esto, esto es el principio del final, la universidad va a dejar de ser lo que siempre ha sido». Mientras reproduce en su mente sus discursos fatalistas solo piensa en que son «unos agonías que no se han enterado de que el mundo cambia de vez en cuando, es cierto que ahora con mayor rapidez, las cosas como son, no lo vamos a negar todo». 


Pero él tiene un lema: adáptate a los cambios o serás relegado. Es a lo que se aferra para no considerar a todos sus estudiantes unos impostores que buscan el camino fácil para aprobar sin dar un palo al agua, cree que «aquí se olvida la presunción de inocencia muy rápido y las pruebas siempre se buscan para inculpar». Él no quiere demonizar a ese todo tan complejo y diverso antes de tiempo, por eso en lugar de empezar por ellos va a empezar por el «adiós a los trabajos convencionales, para esos están pensados las máquinas, ahora vamos a trabajar lo verdaderamente importante: reflexión, exposición, debate, contrarréplica». Está seguro de que sus estudiantes se lo van a agradecer «porque van a tener que pensar y a eso vienen a la universidad, a darle a la cabeza, y si no les gusta se van a tener que aguantar». Esa es su solución porque para él «la inteligencia debe contrarrestar la necedad venga de donde venga». Sabe que no es un camino fácil, que lo hecho hasta ahora ya no sirve, pero tiene clara que su misión no es claudicar ante la novedad sino buscar convertirla en su aliada «vengan los malos tiempos que tengan que venir». 


Fin


Comentarios